El territorio de nuestra infancia tenía los riesgos contados: caídas de la bicicleta, el impacto de una pedrada, la herida de un clavo, una descarga eléctrica por meter los dedos en un enchufe, la mordida de un perro, un salto mal calculado…

Las postillas en diferentes partes del cuerpo eran tatuajes que hablaban de lo movido, travieso o tarambana que podía ser un chaval.

Portar una escayola en una pierna o un brazo ya eran palabras mayores, otra categoría. Esos accidentes, unos forzados y otros no, venían en el manual de instrucciones del recién nacido. Aprender a vivir implicaba pagar esos peajes.

La vigilancia materna (los padres estaban entonces a sus cosas y solo tomaban cartas en el asunto cuando el crío rebasaba algún límite), el ojo de las madres, decía, extremaba la vigilancia en el momento de cruzar la carretera (carretera nacional con mucho tráfico de camiones), que era el instante crítico de cada día.

Quedaba para el final la táctica del amedrentamiento, aquella extendida leyenda del extraño que desde el interior de un coche ofrecía caramelos y se llevaba a los incautos.

Si alguna vez existió, no tuvimos noticias de él. Lo que desconocían en aquel tiempo algunas familias era que quien engatusaba con dulces a las niñas era algún vecino depravado o que la zona de peligro comenzaba en una sacristía.

Hoy, en este primer cuarto del siglo XXI, los riesgos para los menores son múltiples y a tono con los tiempos: las redes sociales, la tecnología, los abusos, la violencia vicaria, el abandono, la explotación, el bullying; y, en situaciones extremas, su utilización como escudos humanos cuando no son señalados como objetivos de un plan de exterminio, bien por medio de bombardeos selectivos, bien matándolos de hambre, como ahora está pasando en Gaza.

El 4 de junio está establecido por la ONU como Día Internacional de los Niños Víctimas Inocentes de Agresión. Esta jornada fue concebida para crear conciencia sobre el sufrimiento de los afectados por conflictos en todo el mundo y para reafirmar el compromiso de proteger sus derechos.

Y podría hacerse extensivo también a tensiones sociales, económicas y étnicas que terminan repercutiendo en niños y niñas que no pueden ponerse a salvo en una burbuja, que no tienen una bicicleta de la que caerse, que en lugar de postillas presentan mutilaciones, y que, en fin, les han arrebatado el territorio y la infancia.