Cuenta Slavenka Drakulić que hasta finales de los ochenta a ella la definían su educación, trabajo, sexo y personalidad. Después de eso, y de mucho más, era también yugoslava. Por desgracia la atmósfera fratricida de las guerras balcánicas le arrebató todas las señas de identidad salvo la de ser croata. Sólo croata y, por encima de todo, croata. Abdelkebir Khatibi, escritor marroquí, recordaba que un día en clase el maestro les preguntó qué querían ser de mayores. Él contestó que chófer de autobús. Y un compañero respondió sin dudarlo: yo de mayor quiero ser francés.

En el primer caso, como ocurre en todo conflicto bélico, la obligada adscripción nacional asfixiaba tanto, polarizaba tanto, que borraba otros rasgos identitarios, laminaba los matices individuales y reducía cualquier reflexión a lema monocolor. En el segundo caso, en cambio, la adquisición de otra nacionalidad no era un deseo simbólico vacío, sino el viaje hacia una mejora vital concreta. La cuestión de fondo, en ambos, no es tanto qué quieres ser, sino para qué.

Quizás a usted le baste el mero hecho de ser vasco para desear un estado. A mí no. Y es que lo de herri libre bat puede resultar muy atractivo o mucho yuyu, según el proyecto de pueblo libre de quien lo proponga, que no se limita a lograr un pasaporte propio. Así que, si uno discrepa del modelo económico, social o cultural de la mayoría de sus promotores, la coincidencia en la vasquidad, fruto del azar, significa muy poco. Esto no es poner palos en las ruedas. Es bajarse de un barco en el que, al menos por ahora, uno se siente muy extraño. Mañana veremos.