Como todo el mundo sabe, porque la matanza ha abierto infinitos informativos, hace seis días unos doscientos cristianos fueron asesinados mientras dormían en precarios refugios en Nigeria. Fanáticos armados irrumpieron allí y durante tres horas se dedicaron a acuchillar, machetear, ejecutar y quemar a familias enteras. O sea, otra masacre de Bataclán –van unas cuantas–, y al aire libre.
De hecho, los matarifes gritaban lo mismo que en París, pero mejor si digo que cantaban Sólo se vive una vez, no se vaya a cabrear el personal.
No es novedad, claro. Más de 380 millones de cristianos sufren grave persecución y el año pasado mataron a sangre fría a casi cinco mil. Al tiempo que esto ocurre, por supuesto con gran escándalo mediático, el cristianismo está de capa caída entre nosotros. Resulta muy comprensible.
Sin embargo, tengo una teoría refutadora, y adelanto que me disgusta. Pienso que de seguir así resurgirá pronto esa fe, pero no en su sentido más hondo, el místico, privado o pío, y tampoco en el superficial meapilas, qué va. Por desgracia, y por nuestra dejación de funciones cívicas, se alzará el casi étnico, el identitario, el militante. Pregunten a los asirios, los maronitas y los coptos antes de llamarme loco.
Y reitero que no me mola mi augurio, y es una apuesta que me encantaría perder. Prefiero la laicidad y hasta el laicismo, y a dios el cielo y al césar la tierra. Pero si alguien deja la cruz en casa es para que en la calle se le respete y se le proteja, no para ceder el paso o el cogote a quien más y peor grite. Y no diré a la media luna por no ofender a tanto ateo, vaya paradoja.