Siempre he creído que verano era un término complejo, que en el principio el verano era solo un dato meteorológico y se ha ido convirtiendo en otra cosa. Tanto que, cuando llega al calendario, me da una pereza enorme. Es como si nos invadiera y tuviéramos que claudicar.

Me refiero a todo lo que le queda al verano si descontamos el contenido astronómico. Todo ese resto es mucho y demasiado dirigido, demasiado lleno de mandatos y preguntas que contestar. Al verano le pasa como a la navidad, se le asigna una prescripción de experiencias, se le presupone un tono vital y resulta una exigencia tan integral que asusta.

Si ya venía pensando que el verano es un constructo del mercado, he visto un anuncio en la tele que me lo ha certificado y que no sé si calificar de absoluta desvergüenza o genial descubrimiento, porque tiene algo de las dos.

No recuerdo el nombre de la cadena, pero como parte de su fascinante propuesta estival, ofrece a las y los turistas que se alojen en sus establecimientos ni más ni menos que ¡excursiones a otros hoteles! ¿Cómo se quedan? Frente a ciudades abarrotadas, hostelería abusiva, playas en las que no cabe una toalla más y senderos de montaña tan concurridos que no dejan ver el bosque, hoteles. La nueva frontera. La vacación autorreflexiva y el metaverano. No me digan que esto no da para varias tesis.

Escucharemos algo así como estábamos en el Poseidón Park y fuimos de visita al Beach Resort. Muy recomendable. No pudimos ir al Poniente Boutique, pero del año que viene no pasa. Hay que reservar con mucha antelación. ¿Y por qué no?, ¿qué problema? Amargada, que eres una amargada, me digo. Y será verdad. De cualquier forma, de aquí a septiembre, les deseo lo mejor.