Está la corrupción a las puertas de casa. Muy cerca. Las ramificaciones avanzan como una corriente de lava, imparable, quemándolo todo o atrapando nuevos nombres en ese magma candente. No es nada lo que se publica para los soplos que circulan por diferentes vías (aunque sin aportar pruebas documentadas). Llegará un momento en el que se decretará el estado de corrupción permanente.
Porque la corruptela no es una certificación expedida solo a socialistas y populares, a ese otro bipartidismo de la mordida, del turno en la cadena de favores, del quítate tu para untarme yo que parece institucionalizado. No son políticos que roban, sino tahures que aprovechan una posición relevante para amasar pasta a escondidas. La corrupción no entiende de ideologías ni de colores; la corrupción es algo consustancial a la especie humana, un gen que unos desarrollan y otros no, pero que está ahí, como una tentación. No es nada nuevo ni particular de estos tiempos. En la época colonial, las malas prácticas eran un ejercicio común en los territorios bajo administración española. Los llamados conquistadores llevaban en una mano la espada y la otra aferrada a la bolsa. De aquellos polvos, estas tramas.