Tras enterarse del crimen de Miguel Ángel Blanco, un grupo enfurecido acudió a la Herriko Taberna de Ermua con el fin de darle fuego. Carlos Totorika, a la sazón alcalde socialista, tomó entonces una decisión que ennoblece su oficio. Acudió al lugar con un extintor y un mensaje rotundo: eso no, así no. ¿Acaso importa más salvar este garito cómplice que el asesinato de un concejal y de otras ochocientas personas?, podría replicar un vecino cabreadísimo. Un cargo público, en cambio, jamás puede hacerse esa pregunta. Su deber, aun en los momentos de crispación, y sobre todo en ellos, es respetar la ley. Si le disgusta, que la intente cambiar en el Parlamento.
Por eso es mero clasismo esta conversión por horas de algunos políticos en activistas, pues conservando los privilegios y la protección institucional esquivan los problemas derivados de la bronca a la intemperie. Sin duda se comprende el debate sobre los límites de una protesta, y es saludable siempre que no reduzcan al discrepante a fascista o terrorista. O sea, ahora y nunca. Pero cuando el poder alienta o justifica un quebranto del orden no sólo incurre en una dejación de funciones: es que, además de guardar el extintor, compra lanzallamas. Para él, sí, y para el prójimo. Acuérdense de los escraches.
De ahí que resulte, también, un espoleo suicida. Porque con el mismo derecho torcido que un gobernante o diputado incita hoy a reventar un evento legal, puede el contrario mañana animar a reventar otro, llámese Itzulia, Korrika, Zinemaldia o Champions. No vayamos a pensar que nuestra causa es la única causa y nuestra ira la única ira. Ni siquiera nuestras lágrimas son las únicas lágrimas.