La editorial Libros del K.O y Escuela de Escritores organizan un curso de periodismo narrativo orientado a la vista. Esto es, para aprender a mirar con ojos de corresponsal, a mirar a los olvidados, con los oídos, a mirar el presente, hacia las sombras, a lo incómodo, a uno mismo… “Mirar es un conflicto permanente” plantean con razón. Me pregunto cómo se observa a Netanyahu después de dos años nadando en sangre. Y cuánta gente prefiere sentir aún que un tipo encorbatado y con orejas de soplillo, con aspecto homologable a su tío Cosme o a su cuñado Alfonso, no puede ser tan rematadamente asesino.

Nos reconforta que los malos parezcan malísimos y tengan aspecto de villanos, como si el mundo fuera un tebeo (dibujado por occidentales, claro). Y seguimos repartiendo agravios o eximentes según el físico del personal. Si Trump tuviera el rostro y la gestualidad de George Cloney resultaría más peligroso por razones obvias. El aspecto personal es importante en nuestra composición de lugar. 

Mirarnos al espejo

En medio del conflicto permanente al que alude ese curso de narrativa, hablamos de los demás sin mirarnos demasiado a nosotros mismos, a nuestra configuración ideológica y vital. No vaya a ser que nos descubramos llenos de condicionantes y carambolas.

Llevando el asunto a una cuestión doméstica, tan vivencial y preliminar como el lenguaje. ¿Puede ser, por ejemplo, que un castellanoparlante monolingüe tenga una mirada distinta sobre el euskera a la de un bilingüe euskaldun? Descartando los determinismos, convengamos que la probabilidad es muy alta. Por eso también, no nos engañemos, la política lingüística respecto al castellano y el deber de saberlo determinado por la Constitución. Las lenguas son nuestras formas de estar en el mundo y de pensarlo. Una interculturalidad sólida requiere de perfiles bilingües o de convicciones muy arraigadas.

La biografía condiciona psiques y posicionamientos. Eso es trasladable al diálogo social, a la fiscalidad, al debate territorial, a nuestra visión del mundo, de la pobreza, de la enfermedad, de la regulación de una sociedad democrática y por ello compleja, como lo somos los adultos, poliédricos, con más o menos empatías, frustraciones y heridas; con visiones dispares del sentido de la justicia y de la libertad, calculando y recalculando rutas, aprendiendo y desaprendiendo; evolucionando o involucionando.

Me pregunto cuánta gente prefiere sentir aún que un tipo encorbatado y con orejas de soplillo no puede ser tan rematadamente asesino

Saber discernir

“Madurar moralmente no es renunciar a la libertad, sino entender que la libertad buena va de la mano del discernimiento”. Son palabras de la catedrática emérita Victoria Camps en La sociedad de la desconfianza, ensayo que acaba de publicar Arpa. Necesitamos trabajarnos el discernimiento para sortear lugares comunes y analizar con luces largas las zonas de sombras. Al fin y al cabo, destaca Camps, “sabemos de sobra qué falla en nuestro mundo”. Por eso creo tardío pero alentador el in crescendo de indignación que ha brotado en nuestra sociedad ante el horror en Gaza. No podemos asistir impávidos a un genocidio en directo. Menos aún perpetrado por un Gobierno cercano, y sumirnos en la impiedad para con la población gazatí, empezando por sus miles y miles de niños y niñas que deberían estar ahora desayunando, almorzando, aprendiendo, jugando, disfrutando de su derecho a vivir. Disfrutando de su libertad.