Sobre unas escaleras grises y sucias se desparraman piernas semicubiertas por calcetines largos, Doctor Martens y deportivas. Hay brazos que se descuelgan al vacío sobre rodillas en punta, bolsos abandonados, cigarrillos entre dedos que tiemblan. Algo denso palpita en la escena. Algo que vibra y emite un pitido inaudible, tan agudo que haría enloquecer a un perro. Los cuerpos se hunden. Soportan un peso que no les debería corresponder. Hay párpados hinchados. Hay lágrimas que ruedan por las colinas redondeadas, suaves y lisas que son las mejillas en la post adolescencia. La escena destila un dolor que acuchilla, una rabia entre las mandíbulas a punto de estallar. Huele a la negación visceral que provoca lo inmerecido, lo que no toca. Mi hijo de once años me dice que es injusto. Le respondo que sí, infinitamente. Y antinatura.

Ha muerto su profesor de Inglés a los 22 años. Se acostó después de cenar, de fumarse un cigarro quizá, de ver cuatro o cinco reels. Y por la mañana tuvieron que entrar a buscarlo a su dormitorio porque él no salía. No se despertó. Sé que adoraba a mi hijo. Y mi hijo, a él. Esta muerte le ha estallado dentro como una bomba. A mí también. Lo había conocido la semana pasada. Encontré a un chaval luminoso y enamorado de Londres en todo, en el acento y en la libertad de su aspecto. Rebosaba luz, bondad sencilla y entusiasmo. Vi una infancia alargada sin contaminar. La conversación entre los tres fue cómplice y seguía brillando al día siguiente. Las palabras que dirigió a mi hijo se han convertido de pronto en un legado.

Aquellas escaleras grises y sucias conducían al tanatorio. A cinco ramos de flores, un esqueje de roble y un montón de fotos diseminadas sobre el cristal de una mesa. Las miramos una a una. Había un niño rubio con su hermano, en brazos de su padre, un adolescente con su madre. Irradiaban la confianza del instante, felicidad, amor y Londres. Gracias, Ion. La vida siempre es ahora.