Naturalmente, la probabilidad de no haber entendido bien la vida, es alta. Pero, dejando a un lado los pequeños rasgos y sesgos regionales, todos los seres humanos somos el mismo tipo de mono. Un bicho muy sofisticado. Resistente y rencoroso. Con grandes ambiciones. Con un cerebro en constante ignición. Ansioso de nuevas aventuras. Y de todo lo que brille. Eso lo sabemos. Hay hasta quien ve a Dios en toda esa luz.

No obstante, se han encontrado las suficientes muestras de dientes de homo sapiens en huesos neanderthales, como para que no quede otro remedio que aceptar la evidencia. Somos alimañas. Seguimos siendo salvajes a día de hoy. No nos engañemos. Cualquiera de nosotros, hasta el más débil, podría ser una fiera. De lo que se trata, precisamente (esa es de hecho la cuestión inicial de la justicia), es de serlo cada vez menos. Ese es el rumbo: ser menos fieras (a veces, lo olvidamos). Ese es el finalismo de la justicia humana. Que, pese a todo, siga habiendo una minoría de jueces feroces, es la vergüenza que tienen que aguantar el resto de ellos: la mayoría que no lo son. Y que ven con claridad. Y que tan profundamente lamentan, Lutxo, viejo amigo, le digo. Estamos un día más ahí, en la terraza del Torino, y entonces me dice: Pero en la vida social siempre tiene que haber conflicto de intereses. Y justo en ese momento, pasa un boomer vestido de ciclista montado en una bicicleta eléctrica. Y atropella a una niña que pasaba por allí con su abuela. Y efectivamente, la vida es maravillosa y, a menudo, se complace en brindarte este tipo de escenas cotidianas tan fabulescas y amenas. A ese, le va a caer la del pulpo, dice Lutxo. Y sí, de acuerdo, el conflicto de intereses anima la escena social, vale, eso lo entiendo. Pero yo hablaba de la ferocidad, le digo. Y me suelta: Habrá que esperar a ver el informe de la UCO.