Andan por ahí contando, con aire de estar chivando, que el líder de un partido español se reunió con el líder de un partido vasco por lo no visto a escondidas. Se denuncia que incluso hablaron, es más, que quizás hasta negociaron entonces, allá por 2018, los términos de una moción de censura. Se añade que hubo más asistentes al encuentro, que por si fuera poco no se celebró en el reservado de un restaurante ni en el sótano de un aparcamiento, no: se llevó a cabo en un caserío. Nada más y nada menos que en un caserío.

Saltada la liebre, ambos dirigentes han negado casi al unísono la cita, uno tirando de caída de ojitos y monosílabos negativos, y el otro ofreciendo su dimisión a quien demuestre semejante fechoría. Yo ni creo ni descreo, pero me asombra tanto el tono de la protesta como la solemnidad del desmentido. No hace falta partirse la camisa. Pues, que se sepa, es legal que dos mandamases políticos conversen; es lógico que mercadeen con sus asuntos, que por cierto son los nuestros; es habitual que lo hagan sin cámaras y también es corriente que en el trato se acompañen de algún correligionario. La culpa, de haberla, la va a tener el dichoso caserío, icono de la alevosía y la nocturnidad. Del caserío no me fío.

De modo que sobra esa afición por las jeremiadas ocultistas y las confabulaciones rurales. Ya ni rentan. Pues resulta absurdo criticar supuestos amores clandestinos, o afanarse en refutarlos, cuando la pareja lleva ya años follando en público, y no en un tabuco de As Bestas, no: en pleno Congreso de los diputados, con luz y taquígrafos. O como cantara Shakira: clara-mente.