Hola personas, ¿qué tal se prepara lo que viene? ¿ya está planeado el menú? ¿ya están pensados los regalos? ¿elegida la casa para celebrar? Bueno, pues si la respuesta es que sí, bieeen, si es que no, hala a darse un poco de caña que no queda nada. Yo en esos menesteres soy un mandado, iré a donde me digan. Si quiero.
Hoy volvemos a casa, a pasear por rincones y lugares cercanos, nuestros, conocidos, queridos. Ayer, jueves, a media y soleada mañana salí de casa con intención de subir al punto, según yo creo, más alto de Pamplona: el Parque de las Aguas de Mendillorri. Para llegar a él salí de casa y tomé Paulino Caballero (benefactor) dirección sur, la cual me condujo al parque de D. Serapio Esparza (Arquitecto) que bordeé para llegar a la calle de Juan Pablo II (Papa) y por ella a la de Monjardín que me encaminó a mi destino. Por la acera de la derecha de esta calle el paseo es placentero por el espacio abierto que ofrece, balcón que nos muestra el nuevo ensanche de Lezkairu. Unos pasos más adelante llegué al colegio de las ursulinas, hoy Liceo Monjardín y coincidí con un profe que salía de paseo pastoreando una buena recua de niños y niñas ruidosos y bullangueros.
El profe era un muchacho semijoven, alto y guapo que, probablemente, tenga a más de una alumna soñando despierta con él. La figura de la alumna platónicamente enamorada del profe guapo siempre se ha dado, y ha sido tema recurrente de libros y películas. Seguí hacia mi destino mirando, disfrutando y fotografiando el homenaje que sol y nubes rendían al Greco. Poco antes de que el paseo llegue al puente que lleva a Mendillorri, en un poyete que tiene en su extremo, hay un detalle que vale la pena conocer y que os quiero contar. Se trata de una placa de pequeño tamaño, unos 25 x 20 centímetros, que cuenta una historia de corte medieval. La chapa de marras dice: “Fue en este lugar donde una noche de verano, según cuenta la leyenda, la Baronesa de Lezkairu, en un arrebato de coraje, se “devolvió” para encontrarse con el Duque de León y dar inicio, así, al más apasionado romance que se ha contado alguna vez.
Desde entonces, cada verano, el Duque y la Baronesa, estén donde estén, vuelven a este lugar para remembrar aquella noche donde sus vidas y sus destinos cambiaron para siempre”. Si dibujas en tu magín el paisaje que entonces era, campos de cultivo entre Pamplona y Mutilva, y dejas volar la imaginación, puedes ver al duque a galope tendido, llevando a la baronesa a la grupa y espoleando a su Babieca para llegar presto a disfrutar del amor. O al revés, nadie se altere, puede que fuese ella a las riendas y el Duque, ceñido a su cintura, fuese a la grupa. No sé quién ha puesto ahí esa placa, ni sé sus motivos. Ni sé si quizá, a lo mejor, quién sabe, de verdad sucedió. Crucé el puente y llegué a la falda de la colina sobre la que se encuentra el acuático parque, y subí.
Primero una calle, luego otra a mi derecha llamada Concejo de Ustarroz y, pasado el colegio, volví a doblar a mi buena para tomar el final de la calle del Concejo de Elcano que remata en la reja de acceso al parque, que atravesé hacia las once de la mañana. Lorenzo iluminaba y calentaba suavemente, la temperatura empezaba a ser agradable. En el parquin dos currelas del depósito almorzaban al sol, uno de seguridad les acompañaba. Al verlos me dirigí hacia donde se encontraban y siguiendo recto salí a un balcón en el que no había estado nunca. Dice un letrero que es el balcón que mira al norte. Desde él se puede ver Ripagaina en toda su extensión, las viejas casas de la Diputación, la enorme chimenea de la tejería, conservada, con muy buen criterio, como testigo enhiesto de otros tiempos y como magnífica obra de ingeniería y de albañilería. Quien la levantó físicamente tenía que ser un maestro de la plomada y el ladrillo.
Llevando la vista a la derecha veremos Burlada y Villava, que crecen entre el río y el monte. Vuelvo al parque y lo miro con cariño, porque, aunque lejano, siempre ha formado parte de nuestra vida. Ahora está de dulce, limpio, cuidado y didáctico. Cada ejemplar tiene una cartela con su nombre: te paras a ver un árbol y de pronto te das cuenta de que estás ante un Arce Negundo, o ante un Ciprés de Lawson y tú toda la vida sin saberlo. Existen un par de balcones más en el paseo, uno que da a Pamplona, pero que está tan cerrado por la vegetación que no se ve nada, podían limpiar un poco, total por quitar dos pinos y cuatro chaparros no va a pasar nada, y el otro lo llaman Balcón de la Cuenca, de vistas más abiertas y que nos muestra toda la vertiente sur.
Un poco más adelante el parque sigue su labor didáctica y nos deja ver unas bonitas piezas de macrofontanería, un cartel las explica, así, de una de ellas, nos dicen que era un nudo de interconexión que hubo en la confluencia de las calles Olite con Arrieta en 1974, de otra nos explican que es un codo a 90 grados de la línea perimetral de la Avenida de Zaragoza en 1981. Estas cosas me hacen pensar que hay otra ciudad debajo de la ciudad.
Salí del parque y me fui por donde había venido. Volví a la parte baja, disfruté de la gran chimenea desde abajo y confirmé lo que pensé de ella desde arriba. Crucé la carretera y en nada había cambiado de municipio. Burlada me recibía con su puente de la Nogalera, me asomé al cauce y ahí estaban unos viejos conocidos, la familia Cua-Cua y sus amigos los Pato-Pato, nadando, arriba, abajo, dejándose llevar.
Los fotografié desde un punto de vista cenital y ofrecían unas formaciones de navegación impecables. Una vez al otro lado del puente tomé a mi izquierda para ir a salir a la vieja carretera de Burlada, camino de entrada de peregrinos. Cada vez que camino por esa ruta y veo esas tapias que tienen las huertas, algunas con auténticas joyas de sillería, gran trabajo de cantero que se hizo para un castillo no para una huerta, pienso en la procedencia de esas piedras y no puede ser otra que las murallas que derribaron a pocos metros del lugar.
Con un carro y un burro tenían el asunto solucionado. Pasé por la Huerta Vilella, que me mata de envidia cada vez que la veo, y luego pasé por las casas de los gitanicos, que allí siguen tan felices, ajenos a los cambios que está experimentando la zona, con ellos no va. Dejé a mi izquierda la gran tapia del convento de las Josefinas y tras la casa de las Moscas alcancé la Magdalena, crucé el venerable puente, tomé la calle del Molino de Caparroso y fui pasajero del ascensor que me dejó ante el fortín de San Bartolomé, de ahí subí a la Media Luna que recorrí hasta el final, saludé a D. Juan Huarte de San Juan, que sigue ahí en su bajorrelieve, y tomé la calle del Valle de Egües que me hizo cerrar el círculo llevándome hasta las ursulinas.
Un buen paseo.
Besos pa tos.