Hay que tener valor –y mucha curiosidad– para leer ciertos libros, como las memorias de Juan Carlos I, escritas por Laurence Debray, hija descarriada de quien fuera icono de la añeja izquierda francesa, Régis Debray. Lo he leído, gratuitamente. La televisión ha promocionado en mil programas este bodrio, titulado Reconciliación, de más de 500 páginas. Es aburrido, aunque de sus cínicas palabras surge el interés de sentenciar la figura y la historia de este Borbón dramático y devastador, heredero de Franco y principal causante de la destartalada democracia española.
Lo que pretende Juan Carlos es quejarse en voz alta de sus desgracias y así provocar lástima en un pueblo habituado a excusar a sus tiranos. Viejo y desolado, reclama disculpas y olvido por sus fechorías de rey rijoso y disfuncional. “Me hiere el sentimiento de abandono”, “¿me perdonarán algún día los españoles mis extravíos?”, dice. En la clemencia solicitada se olvida lo que es primordial: sus paraísos fiscales e ilegítima fortuna, negocios oscuros y comisiones millonarias de lo que no ha dado cuenta (“¿explicaciones de qué?”) porque su Constitución le hizo intocable.
Con su propio ejemplo legitimó la corrupción y hacer cuanto le dio la gana fue su sello durante 40 años. Filosofa el muy descarado: “Para mí el dinero es una abstracción”. Claro, y por eso tenía en su palacio una máquina… de contar abstracciones. Juan Carlos se retrata como un ser patético, cuyo periplo comenzó matando de un disparo en la cabeza a su hermano, jugando. Y eso mismo hizo como rey, jugar con la gente y la honra del Estado, como un frívolo. “Garrapata”, fue el calificativo de la socialista Zaida Cantera hace poco en La Sexta. Y eso fue, un parásito dentro de un hombre trágico y un monarca cómico; en suma, tragicómico.