De críos pensábamos que todas las francesas eran así: rubias como la cerveza, hermosas desde la cuna, asomando detrás de una mirada maliciosa, con piel de porcelana. Como Brigitte Bardot. Cuando Francia era un lugar exótico tan cercano al otro lado de Hondarribia o Irún, y tan lejano al mismo tiempo, nos quedábamos fascinados contemplando sus fotos en la revista Diez Minutos.
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No habíamos visto aún ninguna de sus películas y quien se atreviera a tener ensoñaciones recibía una severa penitencia en el confesionario. Otra cosa no, pero BB alimentaba la imaginación y los interrogantes a esa edad cercana a la adolescencia: ¿qué esconden las mujeres, hay más cine además de las ‘películas de tiros’ y vidas de santos, por qué España es tan distinta a Francia, será que en París inventan mentiras para desestabilizar al país, como dice Franco?
La Bardot se fue saliendo del foco al mismo tiempo que nos afloraba el bigote; sin dejar nunca de ser una sex symbol, pasó a ejercer de combativa defensora de los animales y acabó abrazando a las bestias de la ultraderecha. Tanto Macron como Le Pen han coincidido al destacar que encarnaba algunas de las peculiaridades más enraizadas entre los franceses. La actriz, en fin, ya era un mito antes de su muerte, a la altura de Marilyn Monroe. Irrepetibles.