Los intérpretes más originales de la realidad global y de información instantánea apuntan que del venerado poder de las grandes fortunas llega a surgir de manera tan espontánea como irrefrenable la religión del mega éxito. Esta cobra importancia y se extiende en base al adoctrinamiento de unos fieles que comparten unas creencias y se comprometen a seguir las normas. Su estructura es piramidal: una base muy amplia de creyentes -de los cuales buena parte han conseguido ya niveles de excelencia dentro de sus profesiones o de sus campus emprendedores- y una jerarquía de grandes fortunas que es la que formalmente oficia la liturgia.
La religión del mega éxito, que es también la de la productividad y la competitividad, ordena asentar una estrategia de crecimiento a largo plazo en la creación de riqueza. Y la extiende a los distintos sectores económicos. Por eso es evidente asumir que sus autoridades deban mantener en sintonía los fondos públicos y privados, o sea, todo ese entramado que va desde las ideas valientes y luminosas que descubren nuevos yacimientos y vetas de empleo, a las autorizaciones de los entes públicos, y a las mejores condiciones y recursos globales para llevarlas a la práctica. El favor de unos y la disponibilidad de otros hace que la prevaricación, el cohecho, la revelación de secretos, el tráfico de influencias, repartan sus buenas dosis de SDL. Que las malversaciones, las negociaciones prohibidas a funcionarios, el blanqueo de capitales, traigan consigo más SDL. Que la apropiación indebida, el fraude, la estafa, la falsedad documental, también vengan con el componente SDL. Y los delitos contra el patrimonio artístico y contra el medio ambiente se concreten con fuertes dosis de SDL. ¿Qué es, pues, el SDL? ¿No es otra cosa que las siglas del sector del lujo? ¿O es realmente la semilla de la corrupción, el lujo, el placer, metida en nuestros propios genes?
SDL es una realidad ambivalente donde las haya. Y lo mismo conforma y da expresión a la espiritualidad de estos líderes religiosos del mega éxito, que se transforma en atracción pecaminosa para los discípulos que con más confusión e incertidumbre han entrado en el ritual de iniciación. Algo así como la manzana del paraíso, el fruto prohibido unido eternamente a la presencia de Eva en nuestras vidas.