Serían las dos de la tarde del sábado 23 de agosto, cuando un par de centenares de personas nos congregábamos en una nave de un pequeño pueblo del Pirineo para celebrar una comida popular. Se habían habilitado unos largos bancos y tableros para conformar las mesas. Fuimos sentándonos, cada uno con nuestros allegados y amigos. Junto a mí, se sentó una niña que venía acompañada por una mujer, que nos saludó con amabilidad. La niña pronto comenzó a dialogar con nosotros, preguntando cosas, haciendo juegos con los vasos, los platos y enseguida nos contagió con su dinamismo, para conseguir que pronto estuviéramos haciendo juguetes con las servilletas, entre risas. Aquella mujer que acompañaba a la niña le miraba complacida por verla feliz. Minutos después, sabíamos que aquella niña formaba parte del grupo de pequeños saharauis que pasaban unas semanas en Navarra. Esa mujer se había hecho cargo de la niña que nos acompañaba. Pero no solo eso, la mujer, además, había adoptado a un niño ucraniano. Y es que, mientras el mundo es testigo de crímenes, corrupciones y demás fechorías sin nombre, nos topamos con corazones grandes como el de esta mujer, cuyas sonrisas y atenciones hacia la pequeña eran como una cascada vertiendo amor a raudales. Mientras finalizábamos la comida entre diálogo y diálogo, la niña ya se había levantado para jugar con otros niños, parecía no querer perderse ninguno de los juegos que llevaban a cabo, lo cual era lógico, solo un par de días después ella tenía que volver a su tierra. Pasadas 48 horas, en un reportaje de prensa que daba cuenta del retorno de los niños al Sahara, pude observar una foto de una niña recibiendo el beso de despedida de un hombre, con barba blanca, rascando la mejilla de la pequeña, aunque para ella, esa sería la mejor de las caricias. Pues bien, la niña de la foto era la misma que nos acompañó en la mesa. No supimos su nombre, ni tampoco el de la mujer que la había acogido, pero desde estas líneas vaya para ellas un abrazo enorme.
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