“Los fusilaron delante de mis ojos”, decía Martín Laguardia, de 87 años, con lágrimas en los ojos y muchos recuerdos que no olvidará...”. (DIARIO DE NOTICIAS, 11/04/2017). No conocí el 36, llegué a este mundo 10 años después. Pero cada vez que mi cerebro evoca la imagen del amigo perdido, tengo que apretar los dientes para no llorar. Como Martín, muchos hemos padecido sufrimientos, a veces incontables.
Se llamaba Javier, como yo. Tocayo, compañero de clase y buen amigo. Le admiraba. Tenía el cerebro privilegiado y férreas convicciones, lo que en aquellas fechas era poco común siendo tan joven. Elocuente, aunque de palabras las justas, se hacía notar por su gran capacidad comprensiva. Aún así, no le valió.
Aquella fatídica noche nunca pasará desapercibida para los que le apreciábamos. Flacucho, nunca le preocupó cultivar el cuerpo, lo importante -decía- era la mente. No pudo soportar la paliza. Se arrastró como pudo por la acera de la calle Navarro Villoslada hacia la esquina con Bergamín. Vivía justo a la vuelta, con vistas hacia la plaza de la Cruz. Con las escasas fuerzas que le quedaban consiguió abrir la puerta del portal. Su casa estaba en el primer piso. No llegó. En el rellano de la escalera su alma abandonó el maltratado cuerpo. Lo encontró un vecino madrugador. El susto casi le provocó un infarto.
Ocurrió hace más de 50 años, pero los recuerdos son tan diáfanos que parece que hubiera sucedido ayer mismo. Olvidar, jamás. Habrá quien opine lo contrario. Es libre.