Estos días son días amarillos, con las hojas recién caídas por las aceras de la ciudad. Hojas amarillas, dejándose caer, bellas, agotado ya su tiempo. Silenciosas, tal como han vivido, elegantes y tranquilas hasta su último momento de reposar en el suelo.

Días amarillos que traen sonrisas, encuentros y desencuentros, dolor. La alegría por esa niña recién nacida. La ternura ante su madre sonriente. Despedidas y noticias duras: una enfermedad, una traición amorosa.

El grito de hoy del señor que duerme en la calle no te deja indiferente: “¡Dios, mándame una señal!”. Al doblar la esquina esas palabras resuenan dentro de ti. Cuando vuelves a pasar por el mismo lugar, hay un señor hablando con él amigablemente y agradeces sus palabras, su cercanía. Esa conversación vale más que todo el dinero del mundo. Piensas que esa conversación puede ser la señal que pedía y que puede darle una chispa de sentido, de esperanza. Quizá tú puedas ser una señal para alguien, quién sabe, algún día, cualquier día.

Una pareja que pasea entre las calles al atardecer. Ella le señala embelesada la belleza de la caída de las hojas y él responde con una frase de Homero: “Cual la generación de las hojas, así la de los hombres”. Ahora cada hoja que cae tiene un rostro dibujado y un nombre: Juanita, Gracián, Joaquín, Concha, Claudio, Jesús, Merche, Juanjico, Joaquín, Adita, Txibu, María, Juliana, Jesusa, Telesforo, Javier, Carmen, Ángel, Manolo, Victoriano, ? Ves también que ellos cuidan vuestros pasos como una familia de ángeles guardianes y sientes admiración hacia el hombre que silenciosamente camina a tu lado, un hombre con alma de poeta, adornada de versos antiguos, clásicos, latinos y griegos. “Cual la generación de las hojas, así la de los hombres”, eso es lo que ha dicho.