Aunque parezca lo contrario, esto no va de políticos valentones como el que acuñó una sentencia calcada de la de arriba, sino de políticos medrosos que un buen día se nos han venido arriba. Verán: venía yo de pasar unas noches de pesadilla a cuenta de la actualidad, cuando me he encontrado con un viejo compañero y hemos entrado a echar un café. Comentándome la noticia del día, ha tenido el acierto de desvelarme con un solo calificativo lo que tanto se me resistía. Evidentemente, uno ya tiene sus limitaciones. “Es mejor para ti”, me decía, “que intentes entenderlos: no pasan de ser gente normal. La normalidad, además de ser el estado más natural, viene a ser su objetivo final, y hasta su programa de vida. Miran a su alrededor y sólo ven a sus iguales. Suena simple, ya lo sé. Pero hay que aceptar su simpleza, aunque impresione. A mí no me extraña que, nada más ascender a la gloria, su delegado sienta vértigo y se muestre a todas luces aturdido y propenso a dictar doctrina. Al final son gente normal, como tú y como yo, y no están acostumbrados a salir de la rutina”.

Como quiera que me metía de matute en el saco de todos esos normales, me alteré un poco y no pude sino replicar: “Hombre, vamos a ver, hacendosos, simples y hasta abstractos serán, pero la ecuación que manejan, la ciudad al fin y al cabo, no es tan simple como ellos creen. No sé a qué norma se acogen, pero si con ella se tienen por normales, ¿qué es lo que somos los demás, los que quedamos al margen? A nadie puede engañar el nuevo alcalde. Basta atender a sus primeras palabras: Los pamploneses quieren que vuelva la normalidad a Pamplona, leí en mi móvil de la página de Europa Press. ¿Cuál es la normalidad que echaban en falta, según él, todos los pamploneses? Hablar por todos, ponerse a la cabeza del universo para argumentar, no sólo es excederse, es sobre todo desbarrar. Que cuente a los partidarios de su norma y verá que todos es siempre demasiada gente. A partir de ahí la normalidad que dice traer bajo el brazo más parece un arma o, cuando menos, un anuncio de su abierta hostilidad hacia el resto de los pamploneses -que somos mayoría, por cierto-. Y para que no haya equívocos aquí te traigo las segundas palabras: “A mí me han votado para recuperar un gobierno de personas normales”. No hacen falta ahí muchas explicaciones. Lo mires por donde lo mires, para mí, y quizá para otros muchos, eso es un insulto en toda regla o, peor aún, un aviso. La verdad es que ya estamos hechos a todo, pero me resulta grotesco, si no es premonitorio de males peores, que nada más alzar la vara de mando este hombre excluya de la normalidad a quienes no se avengan a entrar en razón, o lo que es lo mismo, a razonar según su norma. Llámalo insulto, llámalo aviso, llámalo impertinencia, llámalo exabrupto, como quieras. Aviso a navegantes sería incluso mejor, porque los no normales parece que somos vistos por los de su cuerda como agentes de la piratería. Esta noche no he dormido; no sé si por todo esto. Pero me preocupa de veras que, tras verse convertido en tribuno, empuñe la vara como una estaca y pretenda imponernos un mandato de corte casi divino. A través de sus palabras se diría que ve el panorama como si partiéramos de cero, como si estuviéramos en la primera página del Génesis, como si hubiera sido llamado para poner orden en el caos. Mucho desvarío doctrinal para tan poco bagaje argumental. Si no fuera por lo que nos espera, deberíamos sentir compasión por este hombre medroso, que, alentado por el griterío mediático y el empuje de los mansos, llega a sentirse milicia de vanguardia y escudo de salvaguarda para los miembros de su capillita, de su oasis de normalidad”.

Tras pronunciar esta última frase, vi cómo mi compañero comenzaba a torcer el gesto. No llegó a protestar, pero parecía incómodo ante la deriva personal que tomaban mis invectivas. Así que decidí callar, a pesar de haberme sentido insultado en mi propia cara por el recién elegido alcalde. Me pareció que debía de conceder a mi compañero un respeto. Adivinaba su censura y no quise empañar su tácita fe en los beneficios que auguraba esta nueva era de normalidad. Me dio la espalda y se marchó aparentemente irritado. Al rato volví a repensar el encuentro. Creo que me pasé en mi generosidad, porque entre estos normales los gestos de cortesía nunca se agradecen. Son tomados por ellos como concesiones, como pleitesía, como si, por observar cierta diplomacia y educación, nos rindiéramos a su razón. Del alcalde hay poco que añadir, porque lo dijo en voz alta; lo de mi compañero es un poco distinto, incluso peor, porque tras la charla y su remate me quedé con la amarga sensación de que, con ese talante misericorde y ese gesto final de reprobación, no sólo me había tratado como a un réprobo irredento, eso se lo perdonaría, sino que me había llamado anormal en mi propia cara.