Hace tiempo meditaba escribir esta carta. Me impulsa un cierto sentido de la vergüenza y, sobre todo, el respeto a mis mayores.

Nací en una aldea de la Comarca de Pamplona y viví con admiración el respeto que recibían las personas mayores. Incluso por encima de su calidad humana. Por el mero hecho de ser mayores, depósitos de experiencia.

Tras esa profunda huella de mi infancia, me duele muy profundamente ver a dónde nos están llevando en esta sociedad actual. Por un lado, las entidades financieras -con el silencio cómplice de la clase política y gobernantes-, cegadas en sus cifras de rentabilidad, no dudan en cerrar sucursales, jubilar o prejubilar a diestro y siniestro. En las oficinas cada vez menos personal y por tanto peor servicio, obligándonos a esperar en filas tercermundistas. Y ante tanto atropello callamos cobardemente -como ovejas en redil- haciéndonos cómplices del desaguisado.

Es muy triste ver cómo impulsan y obligan a personas mayores -algunas con ningún estudio- a que utilicen sus maravillosos sistemas del siglo XXI. Las abuelas y abuelos, resignados, tratan de escuchar las explicaciones, las más de las veces de empleados fantásticos que seguro en su fuero interno se están ciscando en el sistema y la vergüenza que a diario les toca padecer. Pues ellos son también víctimas de la misma codicia.

Una sociedad justa no necesita revoluciones, solo de memoria y sentido de la vergüenza y, sobre todo, el respeto a nuestro mayores.