Para que desaparezca la pobreza y el hambre es necesaria la austeridad. No de los pobres y hambrientos, claro está, sino del resto de los mortales. Si paseas por el mapa del hambre en el mundo, un rubor de fuego se te sube a la cara cuando ves en los ojos de los niños la mirada del naufragio, el costillar marcado y la tripa hinchada. Y mientras tanto, millones de niños obesos, los peces del mar Menor muertos y montañas de plásticos en el mar; millones de refugiados harapientos y muertos en guerras artificiales promovidas por los que fabrican armas, que no pueden cerrar las fábricas porque habría mucho paro, dicen. Al parecer, no existen los extraterrestres ni los dioses, pero estaría bien que viniera alguien de fuera y nos dijera a voz en pecho: ¡Idiotas, majaderos, estáis tontos o qué! Con lo fácil que sería comer menos y mejor, usar el dinero de las armas en hacer pozos de agua, chabolas con paredes de botellas de plástico rellenas de arena y miles de cosas más, pero eso no da dinero a los tiburones que llenan el mar de yates de lujo, de orín de champán y mierda de caviar. Lo pagaremos caro y entonces, entre lamentos y crujir de dientes, moriremos como en las plagas de Egipto los ricos y medio ricos, menos los pobres, porque ellos ya están muertos.