Mileuristas, saharianos, negociantes de China, fieles sudamericanos, entrañables provincianas buceadoras de empleo, jóvenes graduadas, trapecistas del negocio inmaculado de alquileres que cruzan volando un círculo de fuego colgado del alambre. Renombrados payasos, domadores de látigo con sonido estallante, ministerios, direcciones, subdirecciones, delegaciones ministeriales, espejo veneciano del funcionariado estatal, de la gran banca, laberinto de servicios de abogados. Madrid de cinco estrellas y algún millón de estrellados que no pueden salir de Madrid los fines de semana camino de Santiagos y Marías agobiados de contaminación y de cemento. En gigantescos cubos transparentes las activas oficinas nacen, crecen, se enhebran; y en la selva de coches y elefantes se entrecruzan los mil pasos de cebra. (Junto al rumor de los ríos de asfalto que riegan los gimnasios, salones de belleza, las clínicas dentales y palacios de apuestas, llega el palpitar de motores de los profundos mares hasta el puerto con gigantesca oferta de camas hoteleras). Madrid de cinco estrellas, casas reales, eventos con luz resplandeciente atraen a su órbita planetas de pizzerías y, bajo el arco iris de las aseguradoras, asadores de pollos por la vía, auditores de cuello blanco como ejército en maniobras, excelencia en fogones, son cientos celebrando ahora mismo banquetes, alargadas comidas de trabajo. Ministerios, direcciones generales, despliegue amplio de embajadas: Nueva Castilla que en sus altas torres cuelga pendones de las multinacionales, verdaderas banderas patrias.
Y un cartel electoral que en noviembre del diecinueve y nada más puede dejarse ver: Pisos en Madrid con vistas al mar.