Todo irá bien, susurraba Baptista mientras mi cuerpo resignado se rendía de forma irremediable al efecto sedante provocado por el fluido que, lentamente, invadía cada capilar del mismo. - ¡Confío en usted! ¡Gracias don Peter Baptista! -exclamé. Una lágrima intrépida escapó, hasta yacer en mis labios extintos. Por primera vez en mi vida, fallecí. Abrí los ojos y frente a mí se mostraba un sencillo reloj que presidía la blanca pared, aunque mi borrosa visión no lograba acertar la hora en él marcada. Haciéndole compañía, un pequeño televisor anclado y apagado, se mostraba como único pretexto de la realidad, como único hilo conductor a la vida. Una turbia luz blanquecina entraba a raudales en la estancia, a través de una gran cristalera, situada a mi derecha, justo el lugar de donde yo percibía un incesante sonido rítmico, acompasado, sin que atinase adivinar su origen, ni significado.¡Ay mi cuello! El cuello resentido me devolvía el recuerdo por el que yo me hallaba en aquel desapacible lugar. Acerté a girar la cabeza y una punzada aguda me advirtió que no debía hacerlo. Mariana, un ángel de la guarda, humedeció mis labios ávidos de cualquier jugo, huérfanos de certezas. Jamás olvidaré la huella que dejó en mí aquel gesto reparador, tan sencillo, glorioso en aquel momento. Cerré los ojos.-¡Todo ha ido bien! -decían los tres, con emoción contenida y ánimo exultante. -¡Me estáis engañando! -sancioné.-¡Noooo! Es verdad, ¡todo ha ido bien!Fue entonces cuando un repentino torbellino de energía invadió aquella habitación de la UCI, convirtiendo en luz las sombras de un incierto pasado, convirtiendo en fuerza aquella flaqueza sobrevenida e inesperada, abriendo un nuevo horizonte de luz, de esperanza, de ilusión, de vida. Una intrépida lágrima escapó y, tras ella, fueron las demás. El mejor día, hoy.En eterno agradecimiento al doctor don Peter Baptista, Clínica Universitaria de Navarra. Le debo mi vida. Gracias, gracias, gracias.