Aunque nos disguste reconocerlo y la coyuntura económica actual no sea nada favorable para afirmarlo, nos creamos falsas necesidades en las compras, hasta llegar al punto de adquirir algo simplemente porque se produce; de este modo, a medida que la producción aumenta, nos reclama nuevas veleidades. Lo cual nos lleva a intentar saber, en vano, dónde termina lo necesario y comienza lo superfluo; por lo que proseguimos, cada vez más, sin poder desasirnos de ese modo de vivir. Tal actitud, provocada por una publicidad agobiante, imposible de resistir, es lo que nos incita a un gasto ostentoso que transforma lo sobrante en algo esencial; lo cual no sirve de excusa para sentirse libre de tal confusión, por más que se haga la compra cotidiana en pequeñas tiendas de barrio donde prevalece un trato directo con el vendedor y sobran las convenidas formas de relación al uso en otros espacios comerciales. Lo mismo sucede en la compra semanal del mercado central, en el que se sirve, al por menor, en función de lo que desea el cliente. Por último, lo que concierne al consumo institucional de bienes económicos, me ha hecho recordar un libro comentado en la Escuela de Idiomas titulado Crecimiento sin límites, de Jean Aubin, cuya sorprendente portada, con una mano de ejecutivo que exprime metafóricamente un esférico mapamundi de pequeño tamaño, en forma de cítrico, del que extrae un denso líquido de color negro que se vierte en un platillo, nos hace adivinar lo tratado en sus páginas sobre el acrecentamiento ilimitado de la producción y el riesgo de las energías fósiles. En cuanto a la pregunta de la obra de cuál sería la solución satisfactoria para que los países ricos consuman menos, en mi caso es: esforzarnos, con responsabilidad, para usar menos el coche, más el transporte público, la bicicleta y el patinete; además de eso, depositar apropiadamente los residuos, reciclar los líquidos industriales y reducir tanto la contaminación marina como la polución atmosférica.