Del mismo modo que esta rara enfermedad contagiosa se ha extendido por casi todo el mundo, la alegría de su presumible desaparición debería propagarse en todas las culturas y razas porque, al igual que el dolor, se manifiesta de forma similar en diferentes personas y lugares, ya que ambos sentimientos son innatos e independientes de costumbres y tradiciones.Si al comienzo de la misma, cada día se dedicaban plácemes a los sanitarios, ahora todo parece indicar que estamos más cerca de hacer salir al exterior el buen humor y la jovialidad para sellar un período de tristeza y dar la bienvenida a la manera de vivir que teníamos antes de padecer esta demoledora lacra de careta moldeada y pinchazo fugaz, hasta imitar aquella prístina realidad con el deseo de mostrarnos a los demás con unos ojos sin nubes para observarnos con calma y abandonar anteriores miradas torvas que nos daban una apariencia con rasgos de sufrir una calamidad pública. Lo mismo habría que advertir acerca de otros hábitos tan arraigados en nuestras relaciones sociales, pero echados al olvido por culpa del virus, como las palmadas a mano abierta en el hombro con quienes hemos quedado después de tanto tiempo, o los besos sin reparos, hechos ya con la convicción de haber recuperado los viejos rituales de salutación, por el gozo de volver a vernos tras una prolongada separación de excesiva pena, que bien merece una fiesta familiar con las alegres canciones y jotas de siempre.