as poliédricas anomalías sociales que estamos padeciendo sumergen al ciudadano en el limbo de la desesperanza y la permanente decepción con el mundo, arrastrándole a pensar que su inoperancia está justificada, sin razonar la evidencia de que rechazar injusticias es impedir otras. En el desarrollo humano el principio de rebelión es fundamental. El individualismo está destruyendo la necesaria mala conciencia, ante la que ni se precisan nuevos argumentos. El progreso del pensamiento se estanca si nuestras vidas permanecen estáticas. Sobreviven las raíces de una burguesía que intenta modelar el mundo con decepcionantes resultados, mientras nos esclavizan las pasiones colectivas y abandonamos las individuales.

Toda sociedad tiene la tentación de aceptar la decadencia de la época; tan solo esta aceptación nos hace decadentes y nos empuja a tropezar siempre en esa misma piedra que la historia va transformando en roca, sin que la experiencia tenga primacía para una mayor sabiduría. El filósofo y teólogo escolástico inglés Roger Bacon padeció años de cárcel por otorgar esta primacía a la experiencia en el conocimiento. La actual literatura es arrastrada con rapidez al olvido. Para poder trascender, como Flaubert, Cervantes o Shakespeare, se precisa ahondar en las verdades fundamentales y eternas, en una simbiosis entre autor y lector que la anestesiada sociedad no está propiciando. Nos hemos alejado del pensamiento griego en el que todo cabía y hemos de desarrollar el humanismo adecuado a nuestro complicado siglo.

El poder nos ciega con reflejos, iniciativas improvisadas y mentiras párvulas. En política es frecuente la infiltración de agiotistas profesionales que, como picaflores, van libando de los partidos a su conveniencia. Tenemos una empobrecida cantera que aporta políticos taquilleros de ocasión, con manifiesto miedo a gobernar, y que encuentran en sus cargos un seguro de vida con mejores y más fáciles oportunidades personales. Hay un vacío de políticos de raza, que se entreguen en cuerpo entero a sus responsabilidades y pongan su saber al servicio de la nación, despreciando la mentira, fomentando el diálogo y cumpliendo sus promesas. Estamos viendo en este siglo diluirse la pasión y la virtud. La auténtica libertad reside en poder expresar un pensamiento ante el respeto de la sociedad; por el contrario, la sociedad juzga, nos juzga, con acuerdo a sus principios y conclusiones.

La más destacada desmesura social es el odio invalidante para la vida en armonía; el lenguaje humano comienza donde finaliza el odio y la mentira. El interminable crimen de la historia sigue propiciando que, en la demente exaltación del triunfo, el partido vencedor encuentre cargos de acusación tan solo para los derrotados. Está en involución la grandeza del arrepentimiento y la compasión, que conducen al amor y a la poesía de la vida, en la que hay un tiempo donde nuestro futuro nos muestra toda la libertad de colores y el corazón tiene forma de cometa. Vamos por el mundo persiguiendo pájaros a pedradas, mientras la lucha por la prosperidad nos introduce en una civilización claustrofóbica y circense, sin más horizonte que la inmediatez de sus logros.

En esta sociedad hiperconectada se expande la soledad, crecen las villanías de los poderosos y el cinismo político exalta la doble moral y la hipocresía. Los partidos traen ramos de utopías que pronto mancillan en el lodazal de sus incapacidades. La macroeconomía del gobierno tiene un evidente desajuste ante una compleja realidad social de fuertes desigualdades.

En las democracias avanzadas, la sombra del discriminatorio patriarcado, difusa pero tóxica y omnipresente, es tan ancestral como sonrojante. Resulta ya anacrónico que la mujer deba seguir luchando por la plena igualdad. No hay justicia social sin justicia de género. Cuando la mujer avanza, la sociedad mejora.

Stendhal y Nietzsche decían que lo bello es una promesa de felicidad. Hay que dar a la vida un sentido superior a la muerte, buscando la belleza que nos brinda, sin participar del envilecimiento universal. Es preciso no ceder, no traicionar ni consentir ante la injusticia, manteniendo una civilizada rebelión permanente, para no dar lugar a las rebeliones tardías y dolorosas que ha propiciado la historia.