En nuestros días vivimos más que nunca de espaldas a la muerte. Una sociedad caprichosa, que se ocupa de exigirnos la inmediatez de las cosas y la importancia del tener y el poseer. Cada vez somos menos resilientes y más vulnerables frente a la gran realidad de la vida. El final siempre llega. Ante esta rotundidad implacable solo queda prepararnos.

Hace unos meses acompañé a mi madre a morir y, como todo proceso vital, todo finaliza en un instante, pero lo importante es cómo llegamos a dicho proceso.

En mi caso personal y en el de cualquier mortal no podemos ni alterar, ni detener el instante último, pero sí podemos prepararnos para participar en él dignamente y acompañar. Antes de llegar a esa metamorfosis, muchas fueron las conversaciones (sobre la vida y la muerte, lo humano, lo divino, el sentido de vivir) que mantuvimos en las noches de verano en nuestro amado pueblo. Muchas cosas fueron dichas y expresadas en vida, algo de lo que no me arrepiento porque cuando llega el desenlace final podemos bloqueamos, aturullarnos, asustarnos. Sin embargo, cuánto camino tendríamos recorrido si fuéramos capaces de expresar en vida a los que queremos lo mucho que significan y son para nosotros, cuántos exámenes aprobados antes de llegar al examen final, el propio o del otro.

Una vez que lo verbal esta interiorizado en el Yo y en el Tu, solo queda comunicar a través de lo no verbal, y ahí solo con la presencia es suficiente, pero además las caricias, el contacto físico ayudan al enfermo en su proceso a sentirse acompañado y a saber que en ese momento único, irrepetible e individual, estás ahí. Y nada puede ser más importante que las personas que más quieres puedan tener la suerte de estar y ser.

No puedo olvidarme de que en este acompañar al enfermo hay mucha más gente que rodea las circunstancias últimas: médic@s que diagnostican y toman decisiones; pero qué importante es encontrar en ellos la humildad y la humanidad necesarias en esos momentos, y ahí se ven las vocaciones, a los que la medicina los ha elegido y no al revés. Qué importante la labor de enfermer@s, que con su ir y venir, cambian y aplican medicinas llamando al enfermo por su nombre, y respetando los tiempos que ellas saben para algunos son más cortos, sufriendo cada perdida sin apenas poder tener tiempo para animar a la familia como les gustaría, porque tienen más pacientes, pero que solamente con un lo siento y una mirada para los familiares es suficiente.

No olvidaré a las personas que otorgan mayor dignidad al enfermo, que son los que los bañan, los limpian, los ponen cómodos, sin duda sin vocación no pueden desarrollar una labor donde el respeto frente a la vergüenza debe encontrar su equilibrio.

También me acuerdo de los trabajadores que limpian las habitaciones, el silencio con el que se afanan en adecentar los espacios donde descansan personas cuyo final está cerca, casi podríamos decir que son seres invisibles, intentando que ni un ruido pueda alterar el confort del enfermo.

Así, en torno al último suspiro, hay todo un mundo que vela por la paz del que morirá pronto y ante eso nada podemos hacer. Pero como en la propia vida, lo que podemos cambiar es nuestra actitud frente al hecho vital, acompañar y como diría Viktor Frankl, tratar de darle un sentido.

Comentan quienes saben que la muerte no duele, duele la enfermedad. Yo a mi madre no la he visto sufrir, los profesionales nos ayudaron en lo que a la enfermedad se refiere. En lo relativo a la muerte nos ha correspondido a nosotros, la familia, de la cual me siento orgulloso, y sobre todo de mi madre Pili que en su forma de morir nos ha mostrado el camino de cómo vivir.

Finalmente expresar que todo esto a mí personalmente me ha ayudado a iniciar el duelo, y a cerrar todas las preguntas científicas sobre la muerte mi madre, para que ahora no sobrevuelen los enfermizos interrogantes de: ¿… y sí… hubiéramos…?

Gracias madre por ser y estar.

(En memoria de Pili García Laviñeta).