Sábado, 18.44 de la tarde. El sol aprieta después de estos últimos días de viento y lluvia. Llegamos a la parada del autobús. No hay nadie. Mi mujer se lamenta de que no funcione el código QR que informa de la llegada de los próximos autobuses. Pongo el freno a la silleta y esperamos a ver si asoma alguno. Apoyado sobre el asiento de la marquesina compruebo la cantidad de coches que circulan hacia el centro de Pamplona y me pregunto cuántos podrían haberlo dejado en casa como nosotros. No puedo evitar pensar malhumorado de quién fue la mala idea de construir tantos parkings en el centro. A lo lejos aparece la línea 18. Preparamos las mascarillas y la tarjeta. No es barato, pienso, pagar 3 viajes de ida y 3 de vuelta para dar un pequeño paseo la tarde del sábado. Al menos, la pequeña no paga. El autobús se detiene y el conductor, bastante maleducado, nos advierte de que no podemos entrar porque hay demasiadas silletas. Mi mujer y yo nos quedamos perplejos, aunque todavía alcanzo a recriminarle lo impresentable de la situación antes de que cierre las puertas. El autobús no está lleno, pero no hay sitio para nosotros. Pasan por mi mente las discusiones cíclicas sobre lo mucho que ocupan las silletas y encima no pagan, lo importante que es potenciar el transporte público respecto al vehículo privado para reducir la contaminación, y también pienso en el conductor mirando el reloj y acelerando con los semáforos en ambar para cumplir su horario mientras la gente le toca las pelotas con las mascarillas y las dichosas silletas. Y mientras empezamos a caminar sin rumbo entre sorprendidos e indignados sin saber qué hacer y adónde ir, pienso que el próximo día subiremos en coche. Y, de repente, ya no me importa tanto haberme equivocado ayer al echar la basura normal al contenedor de reciclaje.