Junto con La quimera del oro y El gran dictador, la película The Kid, título aquí traducido por El chico, es quizás la mejor de las que dirigió y protagonizó el genial Charles Chaplin, Charlot, para muchos entre los que a vuelapluma me incluyo el más grande artista cómico cinematográfico hasta hoy conocido. El chico, una enternecedora comedia dramática con final feliz, fue su primera película en superar la duración de 60 minutos y significó el debut del jovencísimo actor Jackie Cougan.

El argumento es bastante sencillo, una joven soltera (Edna Purviance) da a luz un niño al que, modestísima económicamente como es, no puede criar, por lo que decide dejarlo en el coche de una familia adinerada. Pero ocurre que el automóvil es robado por unos delincuentes que abandonan al bebé en la calle, donde se lo encuentra Charlot, una vez más un personaje vagabundo, que se apiada y decide recogerlo y criarlo. 

El niño crece en la indigencia pero feliz con el cariño de Charlot, y se forma inteligente y vivaz, de tal forma que ayuda eficazmente a su circunstancial progenitor a ganarse un dinerillo con el que subsistir ambos. Así, El chico, de unos seis o siete años, se dedica a recorrer las calles y romper a pedrada limpia los cristales de las ventanas de las casas, y Charlot, que hace de instalador cristalero, a seguirle para reparar los destrozos y levantarse unos dineros, hasta que son descubiertos por un policía y deben huir. Luego, la madre que en el interín ha hecho fortuna reconoce al niño que le ha sido arrebatado a Charlot por los servicios sociales y lo recupera y recoge, y también este acabará viviendo con ellos. Final edulcorado a tope para un filme inolvidable que ha trascendido con notable frescura los 104 años desde su rodaje.

El caso es que la película, parte importante de su argumento, me ha venido a la memoria por su curioso parecido con la más candente actualidad. A día de hoy, el nefasto primer ministro genocida de Israel, Benjamín Netanyahu, ha hecho en el más absoluto otro extremo de El chico y se ha dedicado con criminal eficacia a destrozar Gaza en la forma brutal conocida, y ahora, como quien no quiere la cosa, le sigue su impresentable alter ego presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, como amo del mundo, y decide que quiere hacer de Charlot cristalero y reponer los cristales, o sea, reconstruir el destrozo y convertir la franja de Palestina una vez vaciada por la brava de sus históricos y legítimos habitantes en un gran complejo de resorts turísticos para levantarse unos miles de millones. 

Entre sinvergüenzas anda el juego que, siendo todo lo contrario, me ha recordado a la entrañable película, cuya revisión recomiendo decididamente, a sabiendas de que, como se podrá comprobar, Netanyahu jamás podría ser El chico ni Trump tampoco el genial Charlot, y ni uno ni otro para nada bueno, muy lejos de representar los valores y sentimientos que enseña la película.