La lengua, el idioma, el que hablaron nuestros padres, nuestros abuelos, es algo que se quiere recordar, usar, mantener, respetar y enseñar a los hijos como un legado.
Y cuando quieres vender una casa, arreglar un pinchazo en la rueda, tomar unas cervezas o comprar un sombrero, pones todos los medios -un traductor, los pinganillos, gestos y señales, y la sonrisa, porque esa es universal... la sonrisa- para hacerte entender. Pero cuando la lengua cae en manos de la política y de los políticos, ocurre lo contrario: lo mejor es que no te entiendan, que ni siquiera te escuchen. Se convierte en arma para imponer, para rechazar, para escupir, para despreciar... Incluso cuando hablan la misma lengua, tampoco escuchan ni parece que entiendan, ni siquiera que atiendan.
Me parece que cada vez somos más los que estamos más hartos del espectáculo -que pagamos todos-, alejado de lo que verdad nos interesa; sin diálogo que sirva a la reflexión, a aprender de los errores propios y reconocer los aciertos de los demás. Y todo el discurso se convierte en cacareo después de poner el huevo.