Si pensar en Gaza ya me encoge el corazón, si añado el incendio inclemente de mi pueblo, de los lugares y pinares donde corría de pequeño y tengo fotos de familia allí, me da igual todo. Larrate, la presa, el río y el agua, la trilla, los trillos, la mies, lugares míticos de mi infancia, han desaparecido. Pero el agua, no se han podido llevar, ni las piedras y rocas, donde se sentaba mi padre antes de morir muy joven de leucemia. Que no hemos nunca sabido, si fueron las pruebas de las bombas de los aviones del Polígono de tiro. Lo que tiene de grande la tierra es que toda no se la puede llevar nadie y será testigo in eternum de los pasos de la caballería de mi padre, de las galeras cargadas de mies del pueblo, los cantos, las cosechadoras de mi abuelo, el olor a pino, ahora seco. Del agua y del cielo, que tampoco podrá nadie quemar. Volverá la vegetación, pero nadie nos quitará el miedo del cuerpo. Las cosechas volverán, porque son parte de la tierra. Pero todo volverá, porque la naturaleza es así de terca. Nosotros nos moriremos, pero Larrate, la puerta del pueblo de siempre, volverá; y no solo en la memoria de los futuros hijos del río Aragón, sino en el palpito de los que vivan, sobrevivan a sus orillas, donde nuestros antepasados se defendían de los invasores del sur que hablaban otros idiomas al nuestro: el euskera.