La primera tenía aspecto de maestra y en torno a los cincuenta. Caminaba con unos cuantos libros en el brazo y un maletín colgado al hombro. Usaba gafas y se había retirado el pelo de la cara. El vestido holgado, práctico, porque caía el sol a plomo. Iba junto con su compañero que, puesta a fabular, también era un maestro plausible. Me fijé en ella por su forma de moverse, tensa, frenando el pie cada vez que iba a tocar el suelo para trazar una curva ascendente, un movimiento ralentizado y preciso que contrastaba con su apariencia enérgica.

Llevaba unas sandalias de cuña de cáñamo de unos ocho o nueve centímetros de altura. Unas de esas sandalias que hacen pensar en capazos playeros, sol, cañitas, risas, tobillos estilizados y piernas morenas. Solo que un mal diseño del calzado o su forma de andar hacía que los dedos sobresalieran dos centímetros de la suela y rozaran peligrosamente el suelo. Eso, contemplada por delante. Desde atrás, el contrafuerte de arpillera bailaba y no aseguraba los talones, obligando a un esfuerzo para evitar su desplazamiento lateral con resultado de torcedura o esguince. Esas eran las razones de su extraña forma de andar.

La segunda, en los treinta, iba subida en unos hermosos coturnos de plataforma continua de una altura similar a la anterior, más adecuados para representar Los siete contra Tebas que para dar un garbeo. Llevaba pitillos, lo que hacía más evidente la elevación de rodilla necesaria para que el pie se posara casi plano en el suelo. Cada paso combinaba la fluidez del pedaleo con la ligera brusquedad de la detención posterior tras constatar que efectivamente el pie entero había aterrizado.

¿Para qué soportamos tanta incomodidad?