Dos días sin arrimarme al buzón. Lo abro y me vomita la bonita cantidad de ochocientos setenta y cuatro gramos de propaganda o publicidad o comunicación, como quiera que se llame ese kilo corto de papel. Si lo multiplicamos por el número de buzones y los portales de la calle y las calles buzoneadas salen toneladas.

Para fabricar el papel que por una vez, porque quería pesarlo, no he depositado directamente en el cubo colocado a tal fin junto al ascensor, se ha necesitado varias veces su peso en fibras vegetales o papel usado, otras tantas en agua que se ha contaminado en el proceso por no hablar de las tintas usadas y del transporte, que también contamina, y una cantidad considerable de energía. Estoy casi segura de que una amplia mayoría hace lo que yo, entre otras cosas porque no compra juguetes o ha decidido no hacerse la láser o ya se la hizo o ni se lo plantea o le viene muy lejos tal o cual cadena o hipermercado. Y sin embargo, siguen llegando sus noticias. Y más sin embargo todavía, gracias a la producción de esos folletos trabajan muchas personas.

Ahora que se lo comento, pienso en el destino del papel que sostiene estas líneas. Hace ya bastantes años, el papel de periódico envolvía bocadillos con rango de paquete, con voluntad de forma, con estilo. ¿Se acuerdan? Las noticias, por aburridas, felices o trágicas que fueran tenían una segunda utilidad, cierta pervivencia. El papel de aluminio desbancó al papel prensa y, como la ropa, ciñó y dejó traslucir las formas subyacentes. En fin, una excursioncilla mental desde el portal al teclado, corta y sustituible, como corresponde a esta época contradictoria, líquida y resbaladiza. Y sin embargo, sobre todo, buen verano.