De par de mañana, el móvil se resiste. Yo tranquila, no voy a hacer de esto un factor de riesgo cardiovascular. Está Internet, está el fijo y si no, los cuerpos policiales pueden localizarme. Como una jabata crecida en la adversidad, llego a mediodía al establecimiento donde volverán a conectarme al mundo, que andará venga dejar mensajes importantísimos y cruciales y así. Me toca esperar, pero yo, ya digo, tranquila.

Hasta que la veo entrar y pienso que de haberlo sabido posponía lo del móvil. Me ve, me enfila y convierte la tienda en un plató de televisión. Ella es la hábil conductora, yo una invitada torpe y no sé cómo lo hace pero los demás siempre miran. Desde que la conozco es así, pregunta y repregunta, modula la voz, cabecea haciéndose cargo y tiene un gesto muy suyo con la mano que viene a decir me interesa, expláyate. Atrapa, deglute y digiere información. Ve un conocido y empieza a salivar. Es una vampira. Me costó darme cuenta de que cuando me clavaba los ojos después de un escueto ¿qué tal? y se quedaba callada yo me ponía a rellenar el vacío aportando todo tipo de datos hasta quedar exhausta. De ahí la poderosa sensación posterior de haber hecho el tonto. La mitad de la sabiduría consiste en hacer preguntas inteligentes, decía Bacon. La otra mitad debe consistir solo en hacer preguntas. Porque preguntar ¿dónde te has comprado ese pantalón? no parece un interrogante fundamental, pero la entretuvo hasta que llegó mi turno y conseguí abandonar la tienda sin haber aportado información significativa, más contenta que una que estaba mucho. Hay días que no hace falta más. Bueno, que lo del móvil no fue nada.