“Era uno de esos alumnos que llaman la atención el primer día de clase. Un chico guapo, con aspecto de ser algo mayor que los demás, más asentado, menos ruidoso que el resto del grupo. Estoy hablando de la ESO, coinciden en el aula críos y crías que han dado el estirón con otros que parecen sus hermanos pequeños, adolescentes desmadejados que no controlan la extensión que va adquiriendo su cuerpo con otros que, como este, manifiestan un control de sí sorprendente. Con el pelo corto y la cara despejada, atento a las primeras explicaciones. Un chaval que no desentonaría en un anuncio, que no ha conocido el acné, pulcro, no sé, bueno, que daba una imagen estupenda. Eso fue el primer día. Era también mi primer día de clase en el centro”.

Quien lo cuenta se llama L. y lleva casi veinte años de docencia en Secundaria. Poco a poco, el chaval fue desplegando su estrategia. Sonreía, asentía ligeramente a alguna explicación “no dando a entender que había comprendido, sino como un experto que sancionaba lo que yo decía y me lo hacía saber, repetía las últimas palabras, algo mínimo, nada que ver con otras interrupciones más gamberras, pero también más inocentes, que yo sí paraba y reconducía. Toda la clase era consciente de la jugada y la esperaban, claro. Al principio, yo no. En un mes, comentaba mis clases sin pudor, con tono y maneras de locutor, como si condujera un debate, me preguntaba ¿es eso cierto? El resto de la clase parecía divertirse, en cualquier caso, le dejaban hacer, no se atrevían con esa violencia delicada y complicada de enfrentar que también alcanzó a más de uno y una. Me costó llegar a final de curso”.