Nuestro imaginario político admite al menos como principio general que los espacios (palabra que ha ido ganando territorio significativo con el paso el tiempo) deben ser democráticamente compartidos. Incluso equitativamente. Para hacerlo, habrá quienes tengan que abandonar lo que sobreocupan y quienes dejen de infraocupar para hacerlo plenamente.

Cuando la inefable Mónica de Oriol afirma que prefiere contratar mujeres mayores de 45 o menores de 25 porque un embarazo es un problema, solo dice en voz más alta lo que otros y otras dicen y hacen y viven sin micrófonos. ¿El escándalo viene por el tono? La posibilidad de que una mujer tenga un hijo hace prever desajustes y gastos para la empresa. Por contra, que su compañero vaya a ser padre es leído por la empresa como una ventaja: necesitará dinero y trabajará más o mejor o ambas cosas.

El espacio laboral y el del trabajo reproductivo se han repartido históricamente entre los sexos. Mientras el primero de ellos está prestigiado y da dinero, el segundo no lo está y supone un empobrecimiento real para las mujeres. Si repartir la riqueza es deseable, repartir la precariedad no lo es, nadie quiere su porción.

Si partimos de que la mayoría de las criaturas nacen del acuerdo de un hombre y una mujer, si constatamos que ante la ruptura del acuerdo muchas voces se alzan por la igualdad en la responsabilidad, que es tiempo y es espacio, ¿por qué no articular está igualdad también en los pasos intermedios? Es decir, permisos de maternidad y paternidad iguales y obligatorios.

Así, en las entrevistas de empleo, la pregunta ¿piensa usted tener hijos? aparecerá indistintamente en el guión, sea hombre o mujer el entrevistado. Porque lo cierto es que la criatura es de los dos.