Alguna vez, en alguna medida, en ámbitos reducidos o amplios, por motivos variados y con diferentes consecuencias, ustedes y yo hemos padecido daño por culpa ajena o por causa fortuita, hemos sido, según la RAE, víctimas. Se lo comento para que vuelvan a aquella lacerante sensación. El perjuicio padecido debilita por su impacto y abre la puerta a preguntarse ¿por qué a mí?, lo que refuerza la fragilidad y da pie a un segundo cuestionamiento: ¿qué he hecho mal? De ahí a eliminar la interrogación y creer que hemos actuado no ya equivocada o inconscientemente sino de forma tan culposa que nos hace merecer la desproporción que nos ha sucedido, lo saben ustedes, hay milímetros, menos aún si quien está interesado en que esta sea la versión oficial acapara el poder necesario para darle el cuño de verdadera, difundirla y justificar el daño sufrido.

Las víctimas resultan así doble o triplemente victimizadas, hayan padecido acoso laboral, escolar, violencia sexual, económica o armada. Del chismorreo de barra a la acción más destructiva, la dinámica se replica. La víctima es cada vez más víctima y más incómodo resulta el contacto con ella. Se le atribuye la capacidad de contagiar su estatus inferior, sus fuerzas menguadas y su escasez de habilidades, su torpeza, su comportamiento impropio.

Por eso, cuanto más lejanas están, menos amenazan nuestra posición y mayor es nuestra disposición a la empatía y a la objetividad.

El caso de Teresa Romero ilustra de modo ejemplar lo anterior. Qué diferente la valoración que el poder ha hecho de su contagio que la dispensada al de los dos misioneros fallecidos. Y sin embargo, cabe pensar que ninguno de los tres quería infectarse y que hicieron todo lo que estuvo en su mano por evitarlo.