Llevamos una semana calurosa, radiante y azul pasado el Pilar. En casa es norma no poner la calefacción hasta esa fecha y acabo de caer en la cuenta de que este año ni nos hemos acordado. Mejor. Como no tenemos fincas agrícolas nos podemos permitir la frivolidad de salir a la calle y sonreír al notar en la cara un sol tan fuera de lugar. Y sonreír más pensando aquello tan puritano y aguafiestas de esto lo vamos a pagar o así se cogen los catarros. El miércoles baja la temperatura, cosa de trece grados, pero luego remonta. Por ahora, la calle ofrecerá el heterogéneo espectáculo de los últimos días: las vestimentas veraniegas de quienes no se resignan al cambio de armario y se dejan acunar por la prórroga estival y los estilismos otoñales de bota y lana de quienes no sudan a pesar de los termómetros y ya están en otra, al compás del calendario. El tiempo, deduzco, pasa a ser una cuestión mental, o un estado de ánimo si nos ponemos cursis.

Y también una cuestión política, sospecho, aunque necesitaría del conocimiento de Chomsky para descifrar su potencial distractor, adormecedor, desinformador o contrainformador. ¿No les parece raro que el tiempo sea tan noticia y ocupe tanto tiempo del otro en los informativos como si dependiéramos en gravísima medida de su variabilidad, más o menos previsible y moderada, al menos por aquí? Es el único espacio informativo en el que se pide y se jalea la participación diaria de los espectadores. ¿Cuánta información se podría hacer accesible y atractiva en el rato dedicado al relato pormenorizado de rayos y truenos?

Si les hablo del tiempo es porque me hace sentir importante hacerlo, incluso ignorando el porqué. Es una intuición.