El 5 de mayo de 2008, hace hoy nueve años, dos suizos de 31 y 24 años, Ueli Steck y Simon Anthamatten, llegaron al campo base sur del Annapurna y comieron con Iñaki Ochoa de Olza, Horia Colibasanu y Alexei Bolotov, a los que no conocían, y se fueron hacia la pared sur a intentarla en estilo alpino total -ni sherpas, ni cuerdas fijas, ni oxígeno-, tres o cuatro kilómetros glaciar arriba, mientras que navarro, rumano y ruso se quedaban para intentar la cima por la arista Este. Dos semanas más tarde, Horia Colibasanu llamó por radio a los suizos a las 9 de la noche del lunes 19 de mayo y les avisó de que Iñaki estaba gravemente enfermo con él a 7.400 metros de altura y les pidió ayuda. La reacción de los suizos, dejando de lado su objetivo, sin equipación adecuada, de noche, escalando más de 3.000 metros en poco más de 48 horas hasta que Steck llegó a la altura de Horia e Iñaki, dio medicinas y bebida al rumano, le exigió bajar y pasó a cuidar de Iñaki hasta que este murió unas horas más tarde forma parte de la historia del alpinismo y es la esencia misma de la bondad. Cualquiera habría entendido o un no o un no tengo energía ya o el clima lo impide -que lo impedía- o cualquier respuesta. Steck no se ocultó, se jugó la vida, llegó hasta Iñaki, le dio medicinas, le alimentó, le cuidó, le trató de insuflar vida esperando que quienes venían por detrás con oxígeno llegaran a tiempo, le intentó reanimar cuando murió y, finalmente, le dio sepultura en una grieta. Iñaki Ochoa de Olza murió acompañado gracias a un ser humano excepcional, que dio relevo a otro ser humano excepcional, Horia Colibasanu. Steck falleció escalando el domingo y he leído homenajes preciosos de decenas de himalayistas. Pero permitan que me quede con el mensaje que me mandó la madre de Iñaki Ochoa de Olza: qué pena, Jorge. Una de mis ilusiones en esta vida era conocerle. Para ver y besar sus manos.
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