Tenía la conciencia limpia; no la usaba nunca. / Todos somos iguales ante la ley, pero no ante los encargados de aplicarla.
(Stanislaw Lec).
Llega el verano, con su luz brillante y extensa que se disipa en el oro de la tarde. Tiempo de cosechas, de recoger las frutas en las ramas, de dejar que la sangre de las venas vaya despacio, al ritmo del estío, hacia los dulces crepúsculos de la vida. Noches de seda y estrellas que nos llevan a buscar, como a Marcel Proust, el tiempo perdido; un tiempo que está en nosotros mismos tejiendo, en la conciencia dormida, la peligrosa telaraña de la nostalgia. Es tiempo de reflexión para constatar que el mundo, en un inmenso tour, muestra la esclavitud y el dolor que la paz burguesa ignora, mientras la conciencia llama a nuestras puertas para herirnos con la injusticia universal, poniéndonos ante el espejo que muestra nuestra involución humana y política; una política en la que todos simulan ser centinelas supernumerarios de Occidente, como un Hamlet carente de dudas, buscando el foco de los interesados protagonismos. Toda la política nacional se está banalizando. Los evangelios de izquierdas han desarrollado un solecismo parlamentario que da asco glosar. En este maremágnum se habla, cada vez más, de los fontaneros de los partidos, dejando por imposible el desarrollo de ideas viables e ilusionantes para la sociedad. La prosapia política sigue cerrando su círculo de torpe monólogo en el que no hay cabida para otros puntos de vista. La macroeconomía y la televisión mantienen anestesiado al pueblo. Sánchez nos interesa como metáfora de una España inmanente que, en política, no supera el estadio primitivo y decadente de la corrupción. Este socialismo de arenisca que se nos ofrece no tiene en su hormigonera las proporciones de cemento y arena que logren cohesionar y fortalecer a un país donde el caciquismo ha tomado formas más sofisticadas, llevándonos a vivir en un régimen de permuta en el que toma vigencia la letra del viejo tango cambalache, que define nuestro siglo y desarrolla una buena reflexión sobre la condición humana, en un mundo corrupto y caótico. Rotas ya las demarcaciones ominosas, la política es un sindiós que genera un delicado y palpitante deterioro social. En Madrid se cruzan las aduanas democráticas con el semáforo en rojo. La llave de la gobernabilidad se ha vuelto de cristal, y se va a partir si continúan forzando la cerradura de la Moncloa. Ministras y ministros, mimos de Sánchez, repiten y subrayan lo que dice el presidente, más por defensa de sus jornales que por convicciones políticas, haciendo un parlamentarismo falaz, de discursos miméticos, para la nada. A nuestra democracia, carente de interlocutores válidos, le está faltando acercamiento al común de los vivos y de los muertos. Se ha llegado al éxtasis del escepticismo hacia una política de vacua oralidad, que será humo de la Historia. Cuando la voluntad no encuentra el motor propulsor, esa constelación ilusionante de motivaciones, surge un mimetismo que nos orilla hacia el costado muerto de la vida. Levantando la capa de ortodoxias oficiales, vemos con clarividencia que nuestro artrósico socialismo precisa una urgente renovación. Todos los dialectos del silencio quieren voz para denunciar la soledad sin cauce de millones de seres humanos que en este planeta morirán sin tiempo de disfrutar los placeres de la vida. Habitamos un mundo donde el capitalismo tan solo suelta, ante la hambruna y la miseria, su calderilla exculpatoria de cínica ufanía. La sociedad occidental duerme el sueño de la autocomplacencia, tan propio de la simonía católica, en este siglo desertizado de activo humanismo. Hay una multitud, perdida en el laberinto de las banalidades, que configura el esbozo psicológico de la decadencia moral de nuestro tiempo. La desorientación contemporánea está influenciada por un aplastante regreso del pensamiento burgués, cuyo núcleo es el individualismo que impone el moderno capitalismo y su ideología dominante. Las imágenes fugaces, violentas y múltiples que corren por internet han agotado la sensibilidad del espectador. El huidizo presente arrastra en su corriente nuestras inaprensibles vidas, que van tropezando con la abrumadora realidad de estos millones de seres, desfavorecidos, que viven la doliente antipoesía de la supervivencia. La madurez del ser humano se manifiesta cuando nuestra preocupación es mayor por los demás que por nosotros mismos. Lo que nos hace ser hombres y mujeres es nuestra reacción ante la adversidad. Hay que perseguir los ideales; aunque no los alcancemos, dirigen el rumbo y el sentido de nuestra existencia. El culto al yo es una brújula rota que nos extravía, hasta el punto de despertar los viejos odios propiciados por la gran burguesía capitalista, que vuelve a revivir los nacionalismos agresivos. El poder económico y político lo está acaparando un grupo dominante y restringido, tomando las riendas de un mundo alienante y temeroso, en el que las guerras aceleran la concentración del capital. Hace décadas que cayó el Muro de Berlín, dando paso a la creación de otros muros no menos inquietantes y sombríos. En nuestro país, el político de túnica inconsútil es una especie en extinción. Se está degenerando la transparencia y el buen hacer, que es hoy el niño perdido en la gran fiesta de la libertad. La vida nacional se violenta ante la estafa de la Historia, que sigue levantando el grito del pueblo clamando entre las multitudes, mientras la corrupción es la clave negra que se arrojan con desparpajo unos a otros. En esta España de inquisiciones, toros y claveles, hubo un tiempo en el que llegamos a creer en la palabra, ahora en estupro, de quienes ejercían la función pública. El argumentario político ha perdido su necesaria música, y, la sociedad, el júbilo esperanzador de la fe en el Gobierno de la nación. Mantenemos un César de hojalata centrado en los poderes temporales, desdibujando el paisaje de libertad y democracia. Seguimos una estrella provisional y falsa que nos marca un erróneo sendero, en el que brilla la cínica mueca del capitalismo que descalza al pueblo. Estamos acostumbrándonos a una política de navajeo, con las cartas trucadas, resumida en un breve y mediocre opúsculo. No es una gran época la nuestra. La política, propia de la farsa, ensaya con sus actores la pantomima incomprensible de las desavenencias, olvidando la esperanzada expectación de los ciudadanos, que se abandonan sin remisión a la desconfianza y al desequilibrio. La rebelión de pensamiento ha sido sustituida por una sumisión absoluta. El mundo está adquiriendo un aire espeso de vulgaridad. Seguimos entumecidos y perplejos al constatar que nuestro siglo sigue aquejado de insolidaridad, enfrentándose a los mismos errores y propiciando el mismo frío, la misma llaga del mal que sigue flotando en el ancheado río de las viejas ideologías de la ultraderecha.
Pasará el verano. Los astros, mudos, seguirán girando por encima de las batallas humanas. El duro y confuso ajedrez político nos seguirá recordando que todo sueño ha de unirse a la acción. La esencia de la vida es ir siempre hacia delante. No podemos vivir felizmente en la creencia de que nuestras acciones carecen de importancia. El enigma del mundo es tan insoluble como el hecho de que una simple abeja puede matar al ser más fornido.