Trèbes. Era julio y hacía mucho calor. Las pieles con ese color rojizo que da la exposición continuada al sol a pesar de la crema y de los gorros. La ropa descuidada y el andar arrastrando los pies porque qué pereza, es verano y estamos de vacaciones, pero comemos todo el rato y la comida se acaba y hay que aprovisionarse. Trèbes, como cualquier otro pueblo, se enrosca sobre sí mismo con el calor y hay horas en que la calle está desierta, pero nosotros desfilábamos en ordenada procesión por las aceras estrechas buscando sombra y un supermercado. Al final lo encontramos en lo que nos pareció el quinto pino. Recuerdo alguna compra, un cambio caprichoso de última hora.
Reconocemos el lugar cuando se hace público el atentado. El hilo que trazó sobre el mapa nuestro camino ocioso se cruza ahora en varios puntos con otra línea mucho más tensa y tres muertos y ambas líneas, separadas por el tiempo, colorean el ánimo.
Un supermercado en las afueras. El escenario de la logística más cotidiana y menos reseñable. Ni el Taj Majal ni la Ópera de Sidney o cualquier otro sitio digno de una fotografía. Un lugar de tránsito, casi un no lugar, un paréntesis antes del que se ha hecho algo o después del cual se prevé que continuará la vida.
No es nos pudo pasar. No pasó. Es no hay lugar seguro, cosa universal, sabida, apartada de la conciencia para poder funcionar, por puro sentido práctico. Pero irrefutable, la evidencia me llena cuando voy al súper, al de aquí, y me quedo en esa sensación de podría pasar ahora y no solo cortaría este rato de aprovisionamiento semanal, también tanto sol, las risas, el andar ocioso, el descuido, la indolencia, los caprichos tontos.