Yo estuve en la manifestación del sábado pasado en Pamplona. Y no lo hice pensando que estaba apoyando a unos terroristas. Nunca apoyaría a terroristas. Nunca lo he hecho. Al contrario. Tampoco creo que ninguno de los que estábamos allí, (que por cierto, no éramos cuatro gatos) pensara nada parecido. Por favor, allí había mucha gente. Gente honrada. Gente normal y prestigiosa. Gente muy razonable. Y muy variada. Gente de sensibilidades y mentalidades muy diversas. Y la mayoría estábamos solidarizándonos con los jóvenes de Alsasua y sus familias por una cuestión primordial: porque estamos convencidos de que acusarles de terroristas es desproporcionado. Y en consecuencia, injusto. Yo no sé lo que pasó en el bar Koxka de Alsasua en la madrugada del 15 de octubre de 2016. No estaba allí. De modo que sé lo que sabe todo el mundo. Lo que se ha contado. Y a partir de ahí me lo puedo imaginar. Sé que uno de los guardias sufrió una fractura de tobillo (eso es un hecho) y que hubo gritos, golpes y amenazas. De acuerdo, dadas las circunstancias y la hora, también me puedo imaginar el etilismo imperante y sus habituales efectos. De ninguna manera intento quitarle importancia a esas amenazas y agresiones. ¿Merecen un castigo? Nadie lo niega. Solo se espera y se pide que sea proporcionado. Hechos como esos o parecidos (y peores) ocurren a menudo sin que a los implicados se les aplique la ley antiterrorista: eso lo sabemos todos. Una de las cosas que peor asume y soporta el elemental sentido de la justicia que todo ser humano alberga en su fuero interno es el agravio comparativo. El agravio comparativo, el doble rasero y la desproporción en la acusación y en el castigo son terribles. No solo afectan y desmoralizan a quienes lo sufren. Afectan también a la confianza en la justicia de todos los demás: afectan al alma de los pueblos e intoxican las bases de la convivencia.