Aunque estamos viviendo estos tiempos tan interesantes que apenas da para más, el tiempo ha ido, más o menos, volviendo a ser una primavera más clemente y estas noches, entre viajes y otras obligaciones, he vuelto a encontrarme con esos paisajes nocturnos que son desde hace tanto parte de mi vida. Estaban ahí los planetas, Venus a la cabeza al comienzo de la noche, retando incluso a las exageradas farolas de nuestras calles, seguido luego por Júpiter, más tarde por Saturno y Marte ya cuando el día comienza a clarear por el Este. Y las estrellas, y la Luna. Y se llega a ver la Vía Láctea, el Camino de Santiago que la contaminación lumínica nos ha robado de las ciudades. Esa tenue nube grisácea que es la luz de cientos de miles de millones de estrellas.

Estos días, mediante un telescopio increíblemente sagaz diseñado para cartografiar ese cielo, lanzado al espacio hace cuatro años y medio por la Agencia Espacial Europea, los investigadores han dado a conocer un mapa tan excesivo como apasionante. Contiene datos de unos mil seiscientos millones de estrellas. Vuelvan a leer la cifra. Viene a ser el número de granos de arroz que llenarían la habitación donde está ahora leyendo esta columna. Con una precisión tal que si fuera un mapa de la Tierra nos permitiría contar desde Pamplona uno a uno los pelos del bigote de una persona en Estambul. Y cuando mide velocidades, alcanzaría a medir el crecimiento del pelo de esa persona. Ese catálogo se va a ir completando y haciendo aún más grande, más extenso, más preciso. Datos que van a ir alimentando nuevas investigaciones que nos permiten conocer mejor nuestra Vía Láctea, y que requerirán de un par de generaciones de científicos para desentrañar todo su valor. Gaia, ese es el nombre de la misión, muestra que la ciencia a veces nos permite descubrir que el Universo es un lugar mejor si podemos conocerlo mejor.