Sudáfrica suprimió el apartheid el mismo día en que Carlos Iturgaiz empezó su carrera institucional: 17 de junio de 1991. Bailar pegados quedó cuarta. Desde entonces ha sido apoderado de las Juntas Generales de Bizkaia, concejal en el Ayuntamiento de Bilbao, miembro de la Cámara Vasca y diputado del Parlamento Europeo, cargo en el que lleva tres lustros. Ahora ha sido colocado en el puesto decimoséptimo de la lista electoral, lo que dificulta su estancia en Bruselas hasta la jubilación.
Así que, en un arranque de amor propio, ha decidido dejar la política antes de que la política lo deje a él. Raramente me he creído eso de “lo hemos dejado”. Para ello se requiere una sincronización exacta en el abandono, parar de masticar las croquetas al mismo tiempo, mirarse a los ojos a la vez y confesarse al unísono: “Lo dejo”. Lo habitual es que alguien lo deje y alguien imite la orgullosa pataleta de Iturgaiz. No seré, aun así, tan injusto como para definir su vida como chollo, pues la primera mitad fue un infierno que nunca compensará el paraíso de la segunda.
Él es un vivo ejemplo, menos mal, de lo que sí logró el terror: elevar a ideología la mera supervivencia; convertir la simple -y complicadísima- valentía en virtud intelectual; y vaciar a balazos un sector sociológico donde el único mérito para ascender fue resistir. En un país sensato jamás hubiera alcanzado tal liderazgo, lo cual no significa que le tocó la lotería. Claro que uno ve a Pablo Casado y se la cae la columna. Porque una cosa es poner de agónico capitán al último músico del Titanic, y otra cederle el mando de la NASA al guaperas del campus. Cuéntame un cuento también es del 91.