A Jaberri se le veía la cara de buena persona desde unos 200 metros de distancia. De cerca, se le veía la cara, la voz, los gestos, la actitud y las palabras. Jaberri era buena persona, no creo que le quepa la más mínima duda a nadie de las miles de gentes con las que se cruzó hasta que el jueves pasado le tocaron en el hombro, demasiado pronto, como siempre es pronto cuando quien se va está decente de salud y tiene tanto que disfrutar aún y hacer disfrutar. 77 años, vale, pero una putada soberbia. Fue una gran suerte para el pueblo que Jaberri conociera a Mirentxu y se casara con ella, él, ya viudo y con dos hijos, porque a los pueblos pequeños del Pirineo para cuando llega 1 persona se van 3 y por eso que sean del nivel de Jaberri es una suerte enorme, porque te puede caer cualquier penco de cuidao, por pura estadística. Jaberri compensaba por sí solo a tres o cuatro pencos. No recuerdo la primera vez que lo vi, pero hará más de 20 y pico años, y para mí, como para mi familia, sabiendo que Jaberri no era del pueblo como no lo somos nosotros, en realidad formaba parte de él. Siempre andaba por ahí charlando con unos y con otros, ayudando a sus cuñados y a Paulino, preguntado por todo el mundo con verdadero interés y discreción, con la carcajada siempre a punto y los pies ligeros para cruzar el puente sobre el Irati las veces que hiciera falta, de camino a las vacas de Juan Martín o a ayudar a su mujer con las hierbas o a Carlos con algún trasto o lo que se terciara. Hace poco fue Nicolás, que se marchó casi a los 90, y ahora Jaberri, que sin ser del pueblo resumía en sus virtudes todo lo mucho de bello que tienen esas montañas tan hermosas como duras. Me enteré de su nombre al leer la esquela. Era Jaberri, no hacía falta saber más, porque solo con oír su sobrenombre te invadía una sensación buena. Imagino que es el mayor éxito que se puede alcanzar en la vida.