Se ha hecho célebre esta semana una imagen de los metros finales del Everest en la que se ve a decenas de personas en fila aguardando su turno para llegar a la cima. Todas ellas llevan oxígeno en botellas, van agarradas a una cuerda fija que han instalado equipos de sherpas desde 3.500 metros de desnivel más abajo y, en su gran mayoría, son personas con poca experiencia a gran altura y que si surgen problemas cambios de tiempo, que se les acabe el oxígeno, de salud tienen bastante cerca la muerte.

La situación no es nueva, puesto que esto se viene dando desde hace fácil 15 años. Algunas temporadas, los días buenos despejados para hacer cumbre en mayo el mejor mes en el Everest son muy pocos y enorme la cantidad de gente que ha pagado el permiso para ascender el coloso, con lo cual las aglomeraciones y atascos son tan grandes como grotescas. Subir al Everest con oxígeno embotellado desde la base es como no subir al Everest, puesto que la gracia del Everest y de todos los ochomiles es su altitud, la línea que separa la vida de la muerte.

Se comprende que cuando no se conocía la respuesta del cuerpo en altura se intentara con bombonas y se comprende también quien quiere subirlo aunque sea con este sistema, pero eso no es subir en puridad al Everest, especialmente si te han puesto la cuerda fija, no has abierto un metro de huella y si te dejan ahí solo no sabrías casi cómo quitarte los crampones. Son cosas de la democratización y mercantilización extrema, que pueden llevar algún día a tragedias masivas si el tiempo se tuerce muy repentina e inesperadamente. La solución no es sencilla, porque Nepal obtiene muchos ingresos dando permisos a las expediciones comerciales, que cobran mucho a estos potentados occidentales, y a la vez se da trabajo a numerosos sherpas locales. Y ¿quién es nadie para negar a nadie sentirse Messner 10 segundos aunque sea mentira?