En mis búsquedas de horas y horas en la Wikipedia y Google Maps tratando de localizar un lugar agradable en el que pasar la última parte de mi vida después de dar el palo en la joyería o mejor en algún banco -o caja, si ha sido salvada de la quiebra con dinero público y aún no lo ha devuelto, mejor, más ganas- la otra noche, que es el momento en el que mejor se vuela por el planeta en busca de una casa con porche y una mecedora y una mesa con un mantel de cuadros rojos y un sarde clavado en el césped, me enteré de que en San Francisco en agosto la temperatura media no pasa de los 16 grados. A mí San Francisco me ponía, la verdad, pero pueden ir dándole por el culo. No salgo yo de la cornisa cantábrica a poner a resecar mis huesos los últimos años de mi vida para ir a parar a un humedal. ¿Y por qué creía que San Francisco era caluroso? Ni idea, pero lo creía. Pues no, una mierda de clima. Es curioso, pero muchos sitios se joden por el clima, aunque la gente no lo quiera reconocer: se pegó toda la semana lloviendo, pero qué bonito Praga. Ya, no te jode, quédate a vivir, cobarde de la pradera, quédate, que cuentan las horas de luz solar de una en una. O mira, estuve todo el viaje que me sudaba hasta el píloro, pero vaya sitio Singapur. Sí, para un par de tardes, con 2.300 y pico de litros de lluvia al año y un 85% de humedad. Pa ti toda. Vamos, que con esto del clima no me está resultando fácil, porque además ya he descartado Europa, que la tengo más pisada, aunque sea poco. Tiene que ser más lejos y a ser posible, claro, sin que se me planten los ñus en el césped cada tarde. No es sencillo, porque también me he puesto un presupuesto de menos de 1 millón de euros la casa, que robar por robar no me va. Y que se vea el Tour. Y que no haya reyes. Ni pena de muerte. Y sí eutanasia. Se me complica. ¿Por qué no tendremos 200 vidas para vivir cada una en sitios diferentes?