Andrea Camilleri, el padre del comisario Montalbano, así apellidado en honor a Manuel Vázquez Montalbán, se encuentra en un hospital de Roma en estado crítico tras sufrir un infarto a principios de esta semana. A sus 93 años, la suerte que pueda correr su condición es muy compleja, aunque los médicos que le atienden destacan que, aunque crítico, está “estabilizado” y muestra una “gran fortaleza”. Como millones de personas a lo largo y ancho del mundo, amo a Camilleri, le debo horas y horas y horas de absoluta satisfacción, sumergido en las historias de su comisario y todos los personajes creados por él cuando ya había pasado de los 70 años de edad. Son decenas las obras que giran en torno a Montalbano y unánime la admiración que se siente ante alguien que con aparente sencillez y enorme talento puso junto a unos pocos más -Mankell, Izzo, Markaris- en la década de los 90 del siglo pasado a la novela negra en la primera línea de los escaparates europeos. Imagino que todos los que le hemos leído nos hemos bañado imaginariamente en ese mar que tenía Montalbano delante de casa, tras un día de mucho trabajo y poco antes de una cena a base de esos platos cuyos olores embriagadores saltaban del papel a nuestro olfato. Hace poco leí Mis momentos, una pequeña recopilación de recuerdos de su vida, de encuentros con personas que le han marcado, en una adolescencia marcada por la Segunda Guerra Mundial. Una pequeña obra maravillosa, en la que, para un ateo como él, destacan las 3 horas que pasó charlando con un obispo que le iba a confirmar, paso obligado para poder casarse: “Tengo noventa años. Esas tres horas que pasé dialogando con Piccioni quedaron marcadas para siempre, no sólo en mi memoria, sino también, y sobre todo, en mi corazón”. Maestro, póngase bien, queremos que aún se le queden muchas más horas marcadas en el corazón, que tanto nos ha regalado.