Se ven con asiduidad homenajes y reconocimientos a personas que han conseguido logros empresariales y laborales a lo largo de su vida. Está muy bien, muy a favor. Esta semana vimos a uno de estos ilustres empresarios, seguro que bellísimas gentes, y no cabe sino alegrarse porque haya personas que generan actividades que dan trabajo a tantos y tantas. Pero cuando leo vidas parecidas o similares -no hablo de este caso en concreto- suelo siempre preguntarme lo mismo: ¿a costa de qué y de quién? Porque, no nos engañemos, como eso del “tiempo de calidad con los niños” -que no deja de ser un autoengaño, porque con los niños la máxima calidad es la máxima cantidad-, en estas vidas que siempre se nos venden como exitosas y estimulantes porque han podido solventar -y es cierto- miles de escollos en el camino se suele obviar que no hablan los que están detrás y si lo hacen venden una burra que no es nada sencillo comprar. Quien trabaja 14 o 16 horas diarias o 10 o 12 es lo que es: un esclavo. Te puede gustar tu trabajo, encantar, ser tú el dueño de tus horarios, ser empresario, lo que te dé la gana, pero no dejas de ser alguien que, aunque libremente, estás tan centrado en algo que te pierdes decenas de asuntos de la vida, propia y ajena. Y no lo critico, nos pasa a todos, que en mayor o menor medida metemos horas en asuntos muy idiotas, pero lo que echo en falta es por qué no se considera una vida de éxito o de la que aprender y admirar la de aquel que ha conseguido trabajar lo menos posible o estar lo más posible con los suyos -o con quien le dé la gana- u otras maneras de vivir que no pasen por el típico éxito, ya sea empresarial, laboral, artístico, deportivo, económico o en el campo sea. A mi me gustaría leer en la prensa entrevistas a gente así. Pero me da que son personas que se escurrirían también de eso. Tienen un tesoro y mostrarlo lo puede poner en peligro.