magino que estarán estos días que van a ser semanas consumiendo más prensa, radio, televisión y toda clase de informaciones en internet que en muchos meses juntos. Seguro que habrán visto o leído u oído o todo a la vez esa información, incontestable, de que los niveles de contaminación mundial han bajado de una manera drástica. Bueno, más que drástica habría que decir gloriosa, puesto que el adjetivo drástica tiene una connotación negativa. Y la causa de esta bajada sí que es negativa, pero no su consecuencia: hasta el agua que circula por los canales de Venecia luce transparente como los manantiales del Pirineo o de los Alpes. No me digan que no es una gloria ver todo eso. Los ratios de dióxido de nitrógeno se han reducido a la mitad en ciudades grandes como Barcelona o Madrid, solo en los tres primeros días de confinamiento. En las ciudades, el 70% de las emisiones tienen que ver con el tráfico. Ya, ya, lo sé: esto ocurre porque más de la mitad de la masa laboral no se mueve de sus casas y por tanto no usa el coche y eso volverá -esperemos, lo de la masa laboral que regresa a sus puestos- a su ser cuando esto acabe, pero ¿servirá para que ya de una vez por todas las instituciones se tomen en serio esto de los coches y la ciudad? Yo soy un iluso patológico con ciertas cosas, así que confío en que sea así. En crisis anteriores, los expertos avisan de que pasó al revés: para incrementar las producciones mundiales y hacer crecer la economía, se forzó aún más la máquina y la contaminación creció más de lo que había antes de la crisis. Pero esta vez, a efectos de uso del coche en la ciudad, es inédito y todos tenemos deberíamos pillar el mensaje. Y, si no aprendemos, nos tendrán que obligar a hacerlo. Se puede vivir y solventar la vida con un uso del coche mucho menor. La contaminación urbana mata a cientos de miles de personas cada año. Es lenta, pero implacable.