uienes mandan confían al parecer en nuestra capacidad para, con sus leves excepciones, mantener las estrictas normas de seguridad que hay que respetar. Confían en los ciudadanos que salen poco a comprar, en los que van poco a la farmacia, en los que van poco o nada a los médicos, en los millones que no van nada a trabajar, en los otros millones que sí van a trabajar, en los muchos que sacan a sus perros a que hagan sus necesidades ineludibles. Y, por supuesto, confían en todos los trabajadores públicos que de una u otra manera están sosteniendo el botón de encendido. Los ciudadanos, aunque nos sintamos ofendidos por errores, mentiras gruesas -que te mientan es imperdonable- y cosas así, pese a que quizá no confiemos en ese gobierno que sí parecer creer en nosotros y nos lo agradece, seguimos las directrices porque, aún con dudas y mal que bien, la gran mayoría creemos que es lo correcto o, cuando menos, lo menos malo que podemos hacer. En quien no confía absolutamente nada este gobierno es en los padres y madres del país. Nada es nada. Al parecer somos responsables para trabajar, para comprar, para pasear perros, para tomar transportes públicos, para ir en bicicleta al trabajo, en coche, andando, pero no lo somos para coger de la mano -de la mano- a nuestros hijos e hijas y salir cada equis días a la calle media hora o una para que anden y les dé el aire tras un mes de estar metidos en casa como putos muebles o los niños de Los Otros. No hay sistemas -salir los lunes cada hora primero los apellidos empezados por A, luego la B, la C, hay 10 horas útiles cada día de 10 a 20, el martes los que queden, luego el miércoles y vuelta a empezar: el sistema y la periodicidad que se quiera, pero algo- y sería el caos absoluto, el fin de todo esto, el Armaggedon. Me resulta incomprensible que se fíen de mí como todo pero no como padre. E insultante. Para los niños.